Prensador




SIN RESPUESTA

Pasan los años raudos como inasibles briznas. Camino hacia un futuro que es presente y pasado en un instante. Todo sucede ahora cada día más pronto. Pasan los años ágiles y el tiempo se reduce. Menguan las intenciones y se acortan deseos y perspectivas. Y cuántas sensaciones por descubrir aún. Cuántos interrogantes me quedan sin respuesta. Cuántas incertidumbres en torno a cuanto avisto a lo largo y lo ancho de la vida.

¿Qué permanecerá de lo que puebla el mundo? ¿Qué entidad poderosa regirá sus principios? ¿Quién filtrará las aguas? ¿Quién templará las hebras de la brisa? ¿Qué será de estas tardes de invierno tan desnudas cuando el frío no acuda a su geografía? ¿Cómo estará la tierra de exhausta y agrietada? ¿Quién dará azul al cielo? ¿Quién rubor a los frutos? ¿Quién al amor sus chispas? ¿Cómo fabricarán otoños y crepúsculos en los laboratorios? ¿Quién sustituirá al cuervo y a la garza? ¿Quién al manzano ardiendo de candor?¿Cómo será la lluvia de mentira?

Y cuando la mar muera, ¿qué artificio entrará en sus honduras? ¿Qué peces crecerán entre cemento y fibra? ¿Y quién recordará la pasión de los faros por las noches oscuras? ¿Quién la nostalgia de suelo firme que circunda las islas? ¿Qué podrá parecerse a una jornada hermosa de primavera? ¿Qué a la fragancia intensa de los espinos? ¿Saldrán flores de almendro de las fórmulas químicas? ¿Y qué de las montañas? ¿En qué despeñadero terminarán tumbadas? ¿Dónde se posará la nieve que se invente? ¿Existirá el mañana? ¿Dolerán los recuerdos? ¿Habrá nubes sin prisa?

¿Se borrarán acaso todos los caminos si es que no se camina? ¿Se licuarán los mapas con sus marcados límites? ¿Quién ornamentará de nuevo otra naturaleza? ¿Y quién diseñará la longitud suavísima de las serpientes? ¿Habrá serpientes, jilgueros, estorninos y avispas? ¿Qué significarán felicidad y angustia? ¿Para qué la veleta de los sentidos? ¿Sentir qué de la nada? ¿Cómo se accederá a la melancolía?

¿Nadie describirá jamás la dicha de estar vivo? ¿Nadie se admirará del majestuoso umbral del firmamento? ¿Persistirán la luna, los astros y el poniente y el mediodía? ¿De lo humano perdurará una huella? ¿Un mínimo vestigio de su talante? ¿Y qué será de Dios? ¿Dónde verter su sombra planetaria? ¿Cómo encubrir su presencia infinita? ¿Quién dará testimonio del gozo y del tormento? ¿Quién dotará de voz al abuso y la culpa? ¿Quién manifestará la frágil prontitud de la belleza. ¿Ni un corazón al menos? ¿Podrán exterminar la poesía?


(La Nueva España, 06-01-2016)



A LOS DE MI TIERRA

Canto a los de mi sangre. Canto a los de mi tiempo. A todos los que hicieron posible mi pasado. A todos los que dieron esta luz tan presente. Canto a los que prendieron la mecha que mantuvo la chispa de este largo trayecto hasta el futuro. A los que madrugaban y, con la vida al hombro, pasaban por mi casa camino de la mina, con los bronquios gastados, la mirada enterrada y un candil primitivo de ácido carburo. Canto a los de Gozón y sus contornos. A los que nos tallaron pegollos perdurables. A quienes nos legaron el pan con su salud y su filantropía. A los que nos labraron la tierra impenetrable con sus dedos tenaces y tozudos.

Canto a la amanecida de aquellos pescadores que cruzaban el alba con los remos y nasas, ‘gaxartes’ y ‘bistoncias’, ropas de agua y la dicha de compartir un chusco. Y a todas sus familias, numerosas y humildes, que tejían las redes y vendían la marea y recorrían los pueblos. Canto a su voz de madre y de mar cariñosa como la que se escucha, a lo lejos y cálida, en la concavidad de los turullos. A la costa que ciñe el talle de Bañugues y a sus acantilados, por donde se subía el guijo y la madera, la rucha, el mineral, y el salitre y el ocle y en muchas ocasiones los despojos, los náufragos, los lamentos y el luto.

Canto a todas las casas, habitadas y en paz, con hijos y balcones, con coladas inmensas y ropa echada al verde y gallinas y perro. Casas que desprendían olor a hollín y a esfuerzo, a pimentón y a humo. Con pasillos y cuartos desconchados y estrechos, donde dormíamos muchos. Casas llenas de amor, donde todas las tardes se escuchaba el batir de yemas para aquellas tortillas sabrosísimas. Casas con almanaques y recibos y radio, y un san Pancracio encima del contador de luz; sencillas y sin lujos. Canto a su cal bendita y a sus puertas abiertas noche y día, sin tregua. Sin tregua como cuanto nos dieron para siempre: honradez y razón, cariño y sentir puro.

Canto al paisaje hermoso donde aún me adormezco cuando quiero mirarme, saber de dónde vengo, recordarme radiante, altamente seguro. Y retorno al salitre y a la hierba cortada de la infancia; recorro sus parajes y hay rocío y bidones y eucaliptos y norte y toperas y gallos. Y humea el cucho. Y regresan mujeres con lechera y madreñas. Y se esconde la luna. Y soy feliz de nuevo. Y rebuznan los burros.


(La Nueva España, 24-12-2015)



LUANCO, DONDE NEVABA LA MAGIA


Cuando vamos a Luanco y a Avilés tan temprano, almuerzo, muchas veces, ‘picatosta’. Es lo que más me gusta de estos lunes en los que no tengo ni escuela ni que saber, de pe a pa, la tabla. Hace un frío muy frío. El autobús no lleva mucha gente y el cobrador, Falín, no se apura a cobrarnos y saluda con gracia. Mi madre baja al médico y me lleva (necesito comprar algo de abrigo); me aconseja, como aconseja siempre que viajamos, que no mire a los lados, que luego me mareo y me encuentro revuelto a lo largo de toda la mañana.


En la consulta miro a todas las personas que hojean las revistas y El Caso y cuchichean y hablan de las mareas y del gran temporal. Yo pido que a mi madre no le hagan ningún daño, no la pinchen ni nada. Ella me toca el pelo o me saca los cuellos o me aprieta la mano, si algo de lo que hablo no la convence mucho, pero jamás me riñe ni me dice las cosas en voz alta. Repasamos los nombres de un cuadro en el que están don Ignacio y retratos de otros compañeros (la orla, creo que llaman). Y ella mira y repite (en bajo, eso sí): Ramos Aparicio, Ramos Aparicio, qué apellidos más guapos, qué apellidos más buenos. Y queda ensimismada.


Luanco, por Navidad, es otro Luanco. No sé cómo expresarlo. Es como cuando brillan pueblos en las postales, con las tiendas con luces y con espumillones. Y con escaparates, donde nieva la magia. Todos son más cercanos. Todos estamos más alegres. Y Claudio, el carnicero, bromea como nunca. Y en ‘Lanas Phildar’ cuelgan trineos y renos y bombillas vistosas en ‘La Fabiana’. En ‘El Encanto’ un pino con estrellas hermosas. Y en Enro un pez radiante. Y Tino Leonardo pone ¡con río y todo!, un nacimiento inmenso. Y Genaro la Luz, oro y guirnaldas.


En Navidad la gente da más cariño y hasta Bruna en el quisco, trae pósters y dulces que nos regala. Aunque sea lo mismo, todo es más de otra forma. Están todos felices, con ganas de vivir. María Paxarina, Senén el asesor, Carlos el zapatero, Pepita Echevarría, Manolo, Socorro Mota, Blanca. Están sus tiendas plenas de calor. Lo mismo que en El Guache, que hay madreñas con reyes y con musgo y suenan villancicos, panderos y campanas. Y Maruja, que sale con merengue y pasteles, y saluda y sonríe, como toda la vida, risueña y campechana. Y hasta las hortalizas y los higos que trajo hoy Donata. Y en Bibiana y en Chona: todo son lazos, brillos, buenos deseos. (Siempre. Y esperanza).


 (La Nueva España, 09-12-2015)



¿SETA TODA LA VIDA MI VIDA ASÍ?


Padres, cómo lloran los ríos y los abetos. Cómo os llaman la miel y las almendras. Cómo os echan de menos el acebo y el alba, la niebla y el rocío. Cuántas horas tan lejos de vosotros. Cuántos años de ausencia y desconcierto. Cuánto tiempo baldío. Cuando diciembre asoma, cuánto calor al alma trae su frío. Enmudecen las cumbres y los establos, los viejos lavaderos, el musgo, el petirrojo. Todo calla y es hielo. Todo desprende copos de ineficaz olvido. Y vuestra lealtad respira en cada cuarto. Y vuestra gratitud, en cualquier gesto. Y vuestra voz aquí, conmigo, dentro. Siempre conmigo.

Cómo recuerdo ahora aquellas tardes dibujando tranquilo, en la cocina, siluetas de montañas y camellos y una estrella cometa que indicaba el camino. Cuánto aquellos momentos de paz, indescriptibles, en los que atravesábamos la humedad de los bosques y el tul de la mañana para encontrar un pino. Cuánto los altos muros de vuestros brazos alrededor de mí. Cuánto. Cuánta inseguridad en cuanto alcanzo. ¿Será toda la vida mi vida así? ¿He de rememorar un día y otro día la emoción y verdad de lo perdido?

¿Causa de tanto amor esta ceguera? ¿De desengaño acaso? ¿Os nombro a cada paso porque no soy capaz de avanzar por mí mismo? ¿Es carencia del ser que me acompaña? ¿Quizá debilidad y miedo a lo que espero? ¿Es cobardía pura? ¿Puro vacío? Dudo de todo cuanto llega y pasa. De todos cuantos dieron su nada y su egoísmo. ¿Es distancia o confín esta sazón? Cada día más aislado de lo que tengo cerca. Cada instante más cerca de los que habéis partido.


Encenderé la noche. Evocaré el pasado. Nada con más certeza que lo vivido: es diciembre en la tierra. Huele toda la casa a espumillón y a calma. En las calles ya empiezan a alumbrar las bombillas. Comienza a chispear la pena que desprenden los villancicos. Justo ahora os necesito más que en esa orfandad diaria en la que tanto me hundo y tanto os necesito. Venid, aunque no sea más que en forma de sombra, con carácter de humo. Acercaos al mundo. Hay soledad y luna. Y la mesa está puesta con el amor de siempre, con castañas y uvas y pan de higo. ¿Pero con quién dialogo? ¿Existe lo imposible? ¿Siguen vivos los muertos? ¿Os llegan estas súplicas? ¿Y todos mis deseos? ¿Reconocéis mi letra? ¿Las señas que yo tengo serán correctas? ¿Recibís las postales que os escribo?

(La Nueva España, 25-11-2015)


PAZ Y POESÍA

Cambiaremos el mundo con paz y poesía. No lo duden ustedes, y recuerden: con paz y poesía, porque son alimento que nutre y no destruye. Son el sabor indispensable de la luz. Fuerza de la corriente y del amor. Esencia de la altura y todo lo que cubre. Paz y poesía en la leche materna y en las enciclopedias que los niños aprenden de memoria y por siempre. Y en los alrededores de las fábricas y capitolios donde unos se enriquecen y otros se pudren. Paz y poesía en los vacuos discursos de los que nunca callan y mienten con vulgares anáforas y pronuncian promesas menos creíbles cada día. Y en los grises vagones que bajan a la vida de millones de seres que no conocen más que el llanto y lo insalubre.

Paz y poesía en los caros altares de los patriarcas y en sus manos cargadas de oro y frenesí que distancia y destruye. En las flechas y el arco que aún siguen despoblando la foresta y horadando linajes. En los uniformes de los que están carentes de libertad y gesto y pan y lumbre. Paz y poesía para todos aquellos que, sin pasado, cruzan países y presente en busca de futuro. Para quienes aúllan sin cesar en una enfermedad hecha costumbre. Para los inquisidores y los gusanos y las manchadas manos del timador, el fratricida y el verdugo. Paz y poesía incluso hasta en los muertos y sus ojos hundidos y su aliento de azufre.

Poesía y paz desde este instante tan fugaz hasta la eternidad más infinita. Desde mis vastos deseos hasta vuestra unidad indisoluble. Desde que somos hasta que no estemos. Desde la lluvia hasta la fiebre. Desde los sentidos que nadie ha percibido. Poesía y paz para las semillas que todavía no se han creado y la soledad que nos aguarda y el árbol que aún no espurre.


Poesía. Paz y poesía para los salarios de los que no hecho más que herir desde un principio. Poesía y paz para el olor a cáncer y su sabor a herrumbre. Paz desde donde comienza la tierra y allá donde termina. Poesía en su vértigo y en todas sus fronteras. Poesía en las horas de espanto y del adiós. Paz en los itinerarios de los prófugos y las oscuras leguas que arrastran de techumbre. Poesía y paz en los polos opuestos y en las armas ocultas. Paz en las intenciones de cualquier corazón. Poesía en la réplica de todo el que pregunte.

(La Nueva España, 11-11-2015)



ESO SÍ ERA ABUNDANCIA

Estos días de lluvia que escasean ya tanto me acercan casi siempre al tiempo de la infancia (irremediablemente seguimos siendo siempre aquello que hemos sido, aunque apenas nos quede, de todo aquello, nada): ha llovido en la noche con fuerza y sin parar. Son las primeras muestras de que cae el otoño. Rebosan los regatos y revientan las fuentes y hay charcos gigantescos en todos los caminos. Tenemos que cruzarlos de un salto, a la carrera, o de una "rebalgada". A la vuelta, seguro, que habrán puesto unas piedras para poder pasarlos o algún trozo de teja o ladrillos de escombro. Me paro a cada paso. Me gusta mucho, mucho desatascar las hojas con la punta del pie o del paraguas. 

Qué pereza bajar a la escuela tan pronto. Pero qué gusto da estrenar botas de agua. En las viejas no entraba un parche más siquiera. Eran frías y blandas y enseguida calaban. La escuela está también destemplada y sombría. Como todos lunes, tras el fin de semana. A veces encontramos muy húmedas las tizas y al escribir se rompen y el maestro nos dice que no calquemos tanto y nos riñe y se enfada. Las de colores no, porque esas son más duras y las tiene escondidas y sólo se utilizan para poner la fecha en fiestas importantes o algún dibujo que otro en Ciencias Naturales o raramente un mapa. 

Con el viento cayeron varios postes y cables. ¡Qué peligro! Un niño no sé dónde murió electrocutado. (Cuando se es pequeño por todo muere un niño en un lugar del mundo por eso que haces tú, por esa misma causa: por comer muy deprisa, por subirse a los árboles, por no rezar el Credo…). Bueno, a ver qué nos deparan capitales y ríos. Casi se me olvidó que el Miño nace en Lugo y que Roma es la capital de Italia. Ojala el maestro hoy venga contento y acabe todo pronto. Que seguro que sí, que dicen los mayores que en un pispás se va la vida entera, que dura poco más que una jornada.


No les falta razón. Es ya noche otra vez. Y todo pasa. Cuando sea mayor, allá donde me encuentre, jamás olvidaré estas horas hermosas que me han forjado el alma: todos en la cocina con el fuego encendido, con la humildad al hombro, una banqueta coja, dos cristales hendidos, el hervidor, la ropa tendida en la cocina, las castañas encima de la chapa y el olor a cariño y a manzanas asadas. (Eso sí era abundancia…).

(La Nueva España, 25-10-2015)


OTRA VEZ OCTUBRE

Otra vez octubre con sus sendas secas y sus cielos tranquilos. Otra vez ocasos de silencio hermosísimo y humo en los tejados como aquellos años en los que fui niño. Octubre de nuevo, con otros muchachos que bajan temprano, camino a la escuela, y gallos que anuncian la tez del rocío. Todo se repite en torno a mis ojos, todo persevera y cumple sus fases y acaba sus ciclos: la tierra y el tronco, el agua y la roca, la niebla y el musgo. Pero nada en mí que mantenga intacta su fe o su apariencia. Nada en mí que me deje ser el mismo. Cada año que pasa roba algo en nosotros: una esperanza, un sueño, un camarada, un ser querido.

Si estuvieras tú, padre, el verano hubiera desprendido ya su aroma a saúco y mañana inmensa. Y la mar nos habría despertado como antes, con fuerza y bramidos. Los bosques alzarían su cuello amoratado y andaríamos ocultos entre zarzas y helechos tras el rastro certero de los perros. Cogeríamos arándanos y botaría en los charcos un velero que armaras con corteza de pino. Si vinieras un día. Si un día me dijeras, con tu caña en el hombro: ‘pon las botas de goma, coge el pasamontañas, que hace frío…’. Pero hablo de imposibles, ya lo sé. Pues nada hecho de carne retorna ni renace. Final eterno. Es el mortal principio.

Madre, si tú estuvieras, olerían a manzana los armarios, y se verían los huertos rodeados de dalias y blancos crisantemos. Lo notarían las rosas tardías y los tiestos, la colada y el sol y los visillos. Si estuvieras aquí, lo hubiesen percibido los pájaros que cantan tu ausencia en el magnolio y la fragancia antigua que desprende el membrillo. Y me encaminarías a diario a mis quehaceres. Y me rebajarías las cargas y las dudas. Y no permitirías mi enojo algunas tardes. Y me regañarías cuando se me va el brillo. Pero no puede ser. Lo comprendo y me duele. Lo asumo y me angustia. Y por eso morimos: porque perdemos siempre aquello que nos hace sentirnos necesarios y mantenernos vivos. No volverás jamás a tu cuerpo y tu casa. Como no volveré a esta noche tan sola. Absurdo cuanto hablo y cuanto hoy escribo.

Octubre otra vez, pero nada ajeno. Mustia está la parra y en la higuera empiezan a caer las hojas y a endulzar los higos.

(La Nueva España, 30-09-2015)


CARMINA BURANA. VERSIÓN ACTUALIZADA

In taberna quando sumus…



En la era en la que estamos/del guasap no nos soltamos,/desde que sale la luz/hasta que nos acostamos./Lo que sucede con el guasap/es digno de constatar./Más vale que no lo bajes...,/pero no te librarás./Unos están enganchados,/otros no hacen otra cosa./Jamás tuvieron los dedos/empresa tan afanosa./Unos dale que te pego/otros pego que te dale,/hay quien guasapea sin tildes/y hay quien no pone una hache./Nadie que no lo conozca,/nadie que no lo utilice;/unos gastan los pulgares/y otros apuran los índices./Guasapea el sabio,/guasapea el arpista,/y el indio y el payo/ y el zen y el callista./Guasapeamos todos/como unos posesos,/en el ascensor,/en actos y en plenos.



Uno, bien por la mañana/dos mientras desayunamos/el tercero para Pili/y el cuarto para el hermano./El quinto al colar la leche,/con el zumo sale el sexto,/en el séptimo va un vídeo/ y en el octavo cien besos./En el noveno una rosa/y en el décimo una escucha./Unos cuarenta guasaps/antes de entrar en la ducha./Tres para unos compañeros,/dos para saber si llueve,/media docena a un colega/y otra media para el jefe./Dos corazones a Luci,/a José tres con el mono,/y a mamá caras redondas/con el amor en los ojos.



Guasapea el ciclista,/guasapea el viandante/guasapea el torero/y el exnavegante./Guasapea Rita,/guasapea Pedro/y el que espera el bus/y el que saca el perro./Guasapea el guardia/y el camionero,/guasapea el cliente/con el camarero./ Guasapea el ministro/con las alcaldesas/y guasapea el príncipe con Mingo y Teresa./Guasapea este,/guasapea aquel,/guasapea el soldado/con el coronel./Guasapea el viudo,/guasapea mi tía,/guasapea el cura/en la eucaristía./Guasapea el alto,/guasapea el bajo,/guasapean los jóvenes/y los centenarios./Guasapea Lola,/guasapea Senén/y el que compra el pan/y el que va en el tren.



Guasapea él,/guasapea ella,/guasapea el motero/que nos atropella./Guasapea el maestro/y los parvulitos,/y hasta Blancanieves/con sus enanitos./Guasapea el que corre/guasapea el que reza/y el que lleva prisa/ y el que va, y tropieza./Guasapea el infante/y hasta la nodriza;/guasapea el piloto/mientras aterriza./Guasapea la abuela/con todos sus nietos,/guasapea el barbero/cuando corta el pelo./Guasapean de día,/guaspean de noche,/el que barre aceras,/la del carricoche./Guasapea Olegario,/guasapea Efrén/y la bailarina/y el que sube al tren.



Guasapean decenas,/guasapean millones,/guasapean los reyes/y los polizones./Guasapea el filósofo/y guasapea el vago,/las brujas, las hadas/y el duende y el mago./Guasapean en London/y guasapean en Collanzo/y guasapea Mercedes/mientras cuecen los garbanzos./Guasapean los mimos/ y la dependientas/y los ingenieros y las enfermeras./Guasapea el retrógrado/y el iconoclasta,/guasapea el calvo/y el que lleva rastas./Guasapean los laicos,/guasapean civiles,/guasapean cientos,/guasapean miles./ Nadie se mira ni abraza,/pues todos guasapeamos,/unos lo hacen a escondidas/y otros lo hacen a dos manos./Para tanto guasapeo,/todo teléfono es poco;/y hasta sobran las palabras,/¡vivan los emoticonos!/(Quién nos diría hace nada/cuando ni móvil había/que no podríamos ni comer/sin su amable compañía./).



(La Nueva España, 15/09/2015)


TODO ATRÁS

Marchar, sin saber el color verdadero de los ojos de Dios, sin haber comprendido la rutina del sol ni por qué se suceden sin fin las estaciones. Sin advertir qué anhela la sed del oleaje o por quién llora el sauce, por quién se enerva el fuego. Marchar sin discernir quiénes somos realmente, quién nos ha convocado. Sin apenas un día dedicado a escapar de la costumbre ni haber sabido asir del peso del silencio.

Irse sin decidir la hora de partida ni conocer el sesgo del camino. Sin haber indagado el verdor de los campos o la noble apariencia del paisaje y la nieve. O el cuándo de la lluvia. O el porqué de la hermosa presencia de los fresnos. Sin tan siquiera haber interpretado bien la timidez del cardo y del erizo. Ni haber erradicado la amenaza y el miedo.

Irse sin haber encontrado la respuesta certera a tantas cosas: ¿quién diseña los pájaros, quién descorre el cerrojo de la mansión que ocupa la galerna? ¿Por qué llaman futuro a tan gran retroceso? ¿A quién le deberemos el dulzor de los frutos y la fresca estructura de la brisa? ¿A quién la imaginaria estría del horizonte? ¿A quién el contenido de los gestos? ¿De quién es nuestro envés incognoscible? ¿De quién la oscura culpa que a veces nos anega? ¿Por qué se hace tan arduo e imposible llegar a ser sencillo como un pétalo?

Separarse, quizá, sin ocasión alguna de estrechar un abrazo y encontrar la manera de mirarse a la cara y agradecer la inmensa compañía y el amor tan honesto. Sin haber reparado decepciones y angustias ni desandado historias que hubieran merecido un desenlace mucho más intenso. Sin ni siquiera haber cerrado nuestras puertas ni agotado el cariño ni puesto a buen recaudo sensaciones, principios y recuerdos.

Dejar atrás la tarde, sin haber descifrado la verdad de su luz ni respetar a fondo las alianzas humanas ni haber asimilado la menta del dolor. Alejarse del vasto esplendor del verano y no poder tumbarse jamás en sus orillas. Desprenderse de todo aquello que es memoria intransferible, intimidad que cerca nuestro propio universo.

Partir tras haberse incendiado de amor algunas noches y haberse concebido, por un instante, eterno. Y sin haber vencido la avaricia, el orgullo, la envidia, la saña y el desprecio. Sin haber superado el salvaje complejo de matar por matar al semejante. Sin llevar con nosotros, como esperanza mínima, las señas de los muertos.

(La Nueva España, 20-08-2015)


DÍAS HERMOSOS


Todavía no sabíamos cuánto duele la vida. Eran días hermosos bajo la luz de agosto. Días largos, radiantes. Distintos, muy distintos. El prado de la fiesta era un gran espectáculo, mientras nuestros paisanos construían el palco y la barraca con toldos alquilados y troncos de eucalipto. El mundo debía de detenerse. Las casas relucían encaladas. Y por cualquier rincón se olía el olor entrañable de los guisos. Estruendo de la pólvora, música y altavoces, emoción y verano. El pueblo se llenaba de ruido y colorido. Banderines colgados de los postes y árboles, espadañas tiradas por el suelo, tendejones con mesas preparadas. Llegaban los parientes. Traían muchas cosas. Y dormían con nosotros nuestros primos.

Las primeras verbenas siempre eran un encuentro. (Es todo plenitud y regocijo: gente que no se ve desde hace tiempo, gente que apenas sale de su hacienda y su entorno. Hay mujeres que van con rulos en el pelo, hombres con la chaqueta en un hombro doblada. Hay ancianos que miran con mirada de adiós. Niños que corretean y se ríen y dan gritos. Hay petardos y luces, avellaneros, brisa y padres que saludan a sus críos risueños cada vez que da vuelta el tiovivo. Hay lanchitas y un blanco furgón del heladero. Y muchos portugueses con autocaravanas que venden caramelos, tabaco y revoltijos.

Ropa nueva en la misa y procesión y cánticos. Y gaitas que amenizan el fragor del domingo. Hay tambores y sidra. Y bailes y tonadas. Y un billete en el bolso para comprar a gusto. Hoy es como si todo nos fuera permitido. Hay globos que se escapan, voladores que explotan. Y hay calor y barquillos. Y paquetes de chufas y relojes de plástico, caramelos de nata y de anís y ‘ronchitos’. Hay juegos anunciados para mañana, lunes: un concurso de tiro de cuerda, carrera de madreñas y sacos y borricos).

Qué rápido pasaba. La mañana del martes era triste y callada. Desarmaban la tómbola y el tiro. Algún perro husmeaba la basura. Y nosotros sondeábamos la hierba en busca de monedas, perdigones o de objetos perdidos. Todo un año esperando que llegara otro año, y otro año más que ya había sucedido. No se entendía el silencio que quedaba en el aire. No parecían lo mismo ni el pueblo ni el maizal ni el cielo ni el camino. Todavía no sabíamos lo que nos aguardaba ni si la ausencia era recuerdo a cada instante o permanente olvido.

(La Nueva España, 29-07-2015)



DEUDAS

Hoy advierto algo más de lo que soy. Gracias, palabra. Los versos me han sabido aleccionar. Me han enseñado el mundo de otra forma, más por dentro y más a fondo, como desde un pecho ajeno, como desde un altozano. Con poemas en mí, caminé de la mano de una luz incorpórea que iba poniendo nombres a las cosas. Desde la hermosa etapa en que me entusiasmaban las libélulas y los picos astutos de los grajos. Desde los días aquellos en que olían a membrillo las tardes de septiembre y me daban tristeza los ovillos de lana y las ventanas viejas. Gracias, verbo. La poesía entonces ya me estaba esperando.

Lo que soy se lo debo a este largo camino que parte de un domingo de febrero desde mil novecientos sesenta y cuatro. A un pueblo no muy grande –entonces paraíso de extensión infinita– con casas a ambos lados de una senda de barro y escombro pisoteado, varado en un costado del Cantábrico. Un pueblo: gallineros y huertos, paneras y chamizos, caserías y pomares, patatales y ristras, antojanas y aperos, corredores y ropa, nabina y perejil, maíz y espantapájaros.

Pero cuántas más deudas he de reconocer. Cuánto deben mis ojos a las olas y al viento y a la niebla encendida y al rumbo de los barcos. Cuánto me iluminaron aquellos labradores que guiaban el carro y me hablaban de lunas y menguantes y acertijos de álgebra. Suyos serán mis versos con más hierba. Suyos también serán los poemas más humanos. Cuánto debe mi voz a la voz de los otros, a los que nos contaban cómo habían cambiado los años y la vida, a los que hacían el pan y repartían pescado, a la humildad tremenda que sangraba en las grietas de sus rostros y manos.

Cuánto, palabra, cuánto. Cuánto de lo que soy –mineral, carne, orvallo– lo soy, pero lo debo. A aquellos marineros que surcaban la paz de la mañana cuando aún no habitaba la tierra más que el tiempo. Y a aquellas enlutadas figuras del paisaje que igual tendían al verde que esparcían el guano. Cuánto soy de la mina y cuánto de la brea, cuánto de todos ellos. ¿Cuánto de mi mirada es heredad legítima? ¿Cuánto de lo que escribo se posa como el polen del árbol de mi origen y cuánto en realidad me brota a mí del alma?¿Y cuánto de mi canto da fe de lo que fueron o fe de lo que pasa? ¿Cuánto?

(La Nueva España, 17-07-2015)



DE AMORE

Las naves del amor parten al alba. Cuando los corazones de los hombres están más cristalinos y no se escuchan más que el fragor de las olas y el tesón de los faros. Cuando aún no hay ni pájaros ni dolor a la vista. Parten con galeradas de mensajes bellísimos y atractivos volúmenes de entusiasmo y respeto. Lentas, custodiadas por sal y por gaviotas, avanzan hacia el amanecer del territorio humano. Y allí descargan júbilo y urgentes embalajes. La Humanidad está carente de verdad y de aliento.

En el amor yo advierto cómo saltan los corzos desde octubre a tus brazos. Cómo bajan los ríos a recorrer tu risa. Y todo lo posible levanta en ti su vuelo. Presiento cómo el bosque deshoja infinitud. Y el otoño abrillanta el eco de su púrpura. En el amor la vida es muy distinta. En todos los pasillos la libertad transcurre. En todos los espacios hay luz para el afecto. Los colores se asoman más que nunca. Aminora el temor y agigantan las fábulas. Surgen a cada paso pretensiones y metas. Rutas inacabables, impensables paisajes. Y todos los caminos nos allanan el suelo.

Hay tempestades en el amor. Borrascas necesarias, vendavales clementes. Y consecuentes lapsos de bonanza y silencio. Y estaciones sin nombre de tan indescriptibles. Y noches estrelladas con la tez más hermosa que pudiera mostrar el firmamento. Hay jornadas tan nítidas que se ve hasta el olvido; se perciben los huesos de la fugacidad. Y nos sentimos dioses; por un momento, vastos, con ardor de volcán, con anchura de mundo, con entidad de océano.

En el amor florecen la fiebre y la inconsciencia. Pero el tiempo acaece con premura distinta. Como siempre y en todo, con prontitud de vértigo. Y en un cerrar de ojos lo que era ya no es. Y en cada proceder nos devora lo efímero, nos oprime lo eterno. Son más breves las rosas. Es más alto el abismo. Nos hiere más la brisa que jamás pasará. Nos quema más la hondura de los versos. Y entendemos mejor la nada que nos urde. El amor tiene forma de palacio encendido y desprende un aroma de plenitud y fuego. Lo mejor es vivirlo intensamente entonces, cuando llega y se posa y nos deja rozarlo y construirle un nido y protegerlo. Lo peor es mirarlo, asumir su vejez, descubrirlo sin fuerzas, aceptar que es la hora, como siempre y en todo, de besarlo y perderlo.

(La Nueva España, 2-07-2015)



FINAL DE CURSO

En breve se terminan estas duras mañanas de asistir a la escuela. ¡Qué ganas de dormir hasta muy tarde y tener todo el día para jugar al guá o bajar a la playa! Aunque hoy me castigaron por borrar tantas veces con la goma mojada que hice un agujero en las dos hojas últimas de la libreta. Copié doscientas veces la palabra ‘borrico’ y estuve de rodillas con los brazos en cruz y cuatro enciclopedias en cada mano, mirando a la pizarra. No pisé ni el recreo. Pero al salir de clase, lo pasamos en grande, tiramos muchas piedras a la señal de tráfico y cruzamos los tubos de las alcantarillas. Y robamos dos fresas y los huevos de un nido de raitana.

Pedí a mis amigos que guarden el secreto. Y firmamos un pacto por si alguno se chiva. (El que pierda se encarga de conseguir seis grillos en menos de una hora. Y no vale excavar la cueva ni mearla). Si en mi casa se enteran de que el maestro riñe, me castigan también y me regañan: que por algo sería, que menudo mi ejemplo, que aún merezco más, que el maestro bien sabe lo que hace, que se acabó el pisar el parque por semana.

Y lo peor no es eso. Lo peor es que sepan que el sábado no fuimos tampoco al Catecismo. Que por fin terminamos la choza y decidimos quedar todos en ella y estrenarla. Y fumamos maleza en papel de periódico. Si lo aciertan, ¡entonces sí que sí! Que ni más cromos ni más contemplaciones. Y que, en todo el verano, no me acuerde de fiestas ni de helados. Ni de vueltas en bici ni otras patrañas.

No. Y lo peor no es eso. Lo peor de lo peor de lo peor es que enseguida  marchamos de excursión muy, muy, muy lejos, a unas cuevas viejísimas, en Cantabria. Y por nada del mundo lo quisiera. Lo pasamos tan bien el otro año. Estuvimos en Siero y Covadonga. Cantamos todo el viaje. Y por la ventanilla, decíamos adiós a todo el que pasaba. ¡Qué bien se está cuando se está feliz! Comimos en un prado y cantaban los pájaros. Y la gente mayor también cantaba. Yo llevé una tortilla en una fiambrera con platos de colores y ensaladilla rusa y filetes de carne rebozada. Y bebimos gaseosa de limón. Y compramos postales y miel y caramelos y llaveros con gaitas y medallas. ¡Qué bien se está cuando se está tan bien y no nos duele nada!

(La Nueva España, 18/06/2015)



LOS POETAS

Los poetas, si existen, conocen el pasado del agua y de la brisa. La premura de su naturaleza. Frecuentan el dolor y la esperanza. Los poetas, si pueden, sangran sobre las rosas. Hablan por las caléndulas y los albaricoques, transmiten su bondad, anuncian su grandeza. Invierten su silencio en la salud del cosmos, en buscar equilibrio entre el tiempo y la nada, entre el frío y la nieve. Ellos sufren en todo lo que late y respira. Sufren por la madera de las barcas que pudren y por la dura roca que perforan las máquinas. Por la fragancia a mayo y a madreselva. Comparten su tristeza con el trino del alba y el camachuelo, transfieren su belleza a la inexactitud de la palabra. Ellos son los que impiden el olvido y el nunca y las noches perpetuas.

Buscan en todas partes las huellas de la luz y en todas partes plantan una estrella. Preservan lo que aún queda de nosotros, del pájaro y la lluvia. Contradicen el humo y sospechan las fechas de la fugacidad. Por eso escriben con voz de vértigo. Por eso miran con mirada herida y en la bonanza no se enaltecen. Por eso añoran instantes idos y cifran en el pasado su total permanencia.

Los poetas, sin duda, no pactan con el mundo ni con los comandantes. Ni con las devociones y sus falsas sirenas. Huyen de los corrillos y los aplausos. Se sienten menos solos en soledad, se apartan del fervor y la simpleza. Cantan sobre su abismo el inmenso abandono de los seres humanos e insinúan plegarias firmes como la roca, efectivas y eternas. Registran las ausencias y los aconteceres. Asumen lo que ven y le dan nombre. Prevén lo que será y le ponen letra. Sólo ellos suponen los sueños de los árboles y el sabor de la sombra y el cansancio del sur y las veletas.

Persiguen las imágenes, que apenas se mantienen, la verdad que se esconde detrás de cada espacio, la pasión que germina dentro de cada gesto de la tierra. Comprenden el asombro y propagan sus símbolos, dispersan sus vilanos. Aman la distorsión y la extrañeza. Procuran cercanía sin proximidad, confianza y cariño no en exceso; y pretenden el bien sin beneficio. Y quisieran que nada vedara libertad, que nada envenenara, que nada entorpeciera. Que nadie fuera un poco más que nadie. Que nadie defraudara. No saben de negocios ni de timos. No son conscientes nunca del precio, la casta o la ralea.

(La Nueva España, 3-05-2015)



MI LUCHA COTIDIANA

Aún me queda tiempo para anunciar los mirlos que cantan en la aurora, mientras la niebla escampa en cualquier día de otoño y cruzan a lo lejos bandadas de estorninos. Aún tengo cabida para amor y verdad, para mostrar asombro y percibir la dicha. Para cantar la luz que cae sobre la rama y despierta la escarcha que se incendia de pronto como un astro inocente. Aún puedo meter las manos en el agua y beber la frescura de este arroyo que huye, por entre musgo y berros, ajeno a nuestras lidias y nuestras naderías. O libar la hermosura de estas horas que mueren pero calan en mí más hondo que los siglos. O sentarme a admirar la música del pino cada vez que entra el aire en sus brazos abiertos. Aún se me permiten estas supremacías.

Voy a seguir hablando de pueblos y paisajes tranquilos como un lago de profundo silencio y de huertos sembrados y mañanas muy sanas, con olor a cocido y cloquear de gallinas. Del niño que recorre su infancia en un triciclo y persigue libélulas y vigila la araña y se acerca a la flor y descubre su sombra y mira alrededor y suelta esplendidez y fantasía.

Aún en mi garganta hay fuerza e inquietud por gritar altamente contra el dolor y el miedo, por descastar afrentas, sinsentidos y acusar los abusos que se vuelven rutina. Y mi voz está presta para oponerse a todo desafuero y agravio. Mi voz está dispuesta a desplazarse lejos, hasta tu desconsuelo y aflicciones, hasta mi intolerancia y tus barreras. Hasta cualquier estambre de la vida. Está para llamar lo que tú desconoces o no sabes decir porque te lo prohíben, porque encierra pecado o libertad. Porque te lo sepultan, porque es exactitud y desprende mesura y contiene certeza. Porque te lo acorralan, porque todo en tus labios entraña poesía.

Voy a continuar mi lucha cotidiana con verbos entreabiertos y palabras sagaces. Con taimada agudeza. Inyectando a los versos sencillez y nobleza, perspicacia y porfía. Mi lucha contra todo lo que detenga el viaje de cada primavera o enreje los declives de nuestros litorales. Mi lucha contra aquel que posponga la paz y el pan y la penuria.  Contra el que patrocine violencia, ardor, malicia. Voy a permanecer en mi empeño de siempre. En elevar las cosas pequeñas de este mundo. Y cantar el maíz, al pescador, la hiedra, al artesano, el frío, los vencejos, la tierra. Nombrar las realidades inmensas y muníficas del ser y de la vida.

(La Nueva España, 14-05-2015)



HA VALIDO LA VIDA

Aunque sólo haya sido por aquellos veranos tan extensos y calmos al lado de vosotros, Cabo de Peñas, Viodo, acantilados, lanchas, Bañugues, caladeros, faro, niebla, nordeste, ha valido la pena este corto camino que aún recorro. Han valido la pena los días que pasamos creyendo que la vida sería azul y diáfana como, a veces, la mar y la altura del cielo y el contorno de agosto. Han existido. Fueron. Y aunque no quede nada, han sido más que todo. Han sido todo en mí el musgo y las gaviotas, las pozas y el salitre, las redes y el olor a carnada y escamas, a nasa y a horizonte, a calor y a ocle seco, a galipote y fondo. Por eso creo en firme que jamás volverán, por buenas y distintas que sean las de ahora, jornadas tan intensas, instantes tan hermosos.

Aunque tan sólo fuera por aquellas mañanas en las que despertaban los manzanos en flor y fuimos tan dichosos con un café y un cómplice silencio que hablaba por nosotros. Por los muchos momentos en que no existe algo tan necesario y grande como que existas tú, por más que nos transformen los hechos y los años, por mucho que nos pesen desengaños y escollos. Por aquellos encuentros en plena primavera, entre brezo y genistas, jóvenes como éramos y tan enamorados, brillantes e imparables, convencidos, sin miedos, de que el mundo era nuestro porque mundo y amor lo urdíamos nosotros.

Aunque os haya perdido igual que el árbol pierde su verdor en otoño, simplemente por ser tanto tiempo quien fui, carne de vuestra carne, aquel niño feliz que buscaba sin tregua renacuajos y grillos y botaba en los charcos naves de ingenuidad y papel de periódico. Por haberos tenido tan cerca y de verdad y haberme dado siempre emoción y conciencia, libertad y cariño, para que mis dos manos agarraran seguras y miraran al frente sin límites mis ojos. Por haberme amparado con abrigo de muro. Aunque hayáis partido, permanecen en mí, intactos, vuestros gestos. Es mío su pasado. Tan mío y tan lejano como humilde y grandioso.

Aunque deba marcharme y dejaros atrás, faro, Bañugues, Viodo, nordeste, acantilados, ha valido la vida este breve camino que aún recorro. Habéis de estar conmigo dondequiera que sea, más allá de este ámbito. Estaréis y estáis en cuanto pienso y sueño. En cada paso dado, en cada verso escrito, os recuerdo y os nombro.

(La Nueva España, 29-04-2015)



EN LAS PALABRAS

Oculto en mis palabras los temores que me menguan y me acortan, a veces, propósitos y fes. Los recelos que nublan el esplendor que intuyo. Sinsabores y miedos que modelan mi carne, mi cuando y mis porqués. Miedo a las despedidas y al dolor insalvable, a las forzosas pérdidas. Miedo a los contratiempos que nos cambian de rumbo o nos desbarajustan la manera de ser. Y a las decepcionantes circunstancias que nos hurtan coraje y optimismo. Miedo a lo que es humano como vosotros, yo y el resto de los hombres, quebradizos, pequeños, incapaces de asir para siempre un después.

Las palabras me sirven, sin embargo, para romper barreras y escapar de mí mismo y alcanzar lo imprevisto y allí, permanecer. Para explorar solares que me son como ajenos por más que estén en mí. Para enterrar en ellas enseres y derrotas, épocas ya inservibles, armas que hoy son herrumbre, tesoros que descuidé. Me dotan de otra esencia y de otra libertad. Y comprendo mejor las grietas de este mundo, las culpas de estos siglos. Imagino que actúo como intenté y no pude. Y me extienden sus puentes los deseos ajenos, los vacíos inmensos, cuelgo cariño al llanto, llevo enseres al hambre, acerco agua a la sed.

Guardo en ellas amor y cuanto sé que es tuyo, cuanto entiendo que nunca jamás compartiré: aniversarios, risas, horas incandescentes, caricias, sueños, astros que nos reconocieron, noches insospechadas, caminos que me diste, flores que te arranqué. La alegría de tus ojos, mis manos hacia ti. Y en ellas te traduzco a mi modo y manera, te nombro como quiero sentirte y elevarte, como una mar muy plácida, como la luz de un verso, como montaña regia o como agua que baja de nieve que sembré. En ellas estarás mientras alguien las lea y susurre sus sílabas, durante muchos años sabrán cómo tratarte y anhelarán el ímpetu con el que un día te amé.

En las palabras viven todas mis rosas muertas. Las palabras son tiempo. Acudo a ellas y aspiro paisajes hermosísimos, episodios radiantes, futuro del ayer. Rescato las respuestas que fueron inhibidas, saneo los vendajes de los quietos difuntos, les desclavo sus penas, les recuerdo la piel. Inflamo las cenizas, carbonizo lo infame. En las palabras caben certezas como rocas, denuncias incontables, convicciones perpetuas. Las palabras son oro. Su irradiación me amplía. Las escribo y descanso y no importa morir. Definitivamente dichas. Definitivamente expuestas a otro parecer.

 (La Nueva España, 15-04-2015)




EL DÍA DE MADRINA

El domingo bajamos a bendecir los ramos. Estaba la iglesia abarrotada. Hacía sol y pudimos bendecirlo a la entrada. No me gusta ir a misa. Mi madre no volvió desde aquel día en que por ir a una novena con mi hermana y conmigo, nos caímos los tres donde casa Orfelina. Dimos con la cabeza en el asfalto. Nos salió un gran chinchón y mi madre sangraba. Dice que si es así como Dios lo agradece, que prefiere rezar ella sola, a su modo, o a la noche, en la cama. Estrené un pantalón que me hizo Norina y sandalias de cuero que heredé de mi primo. Bueno, no eran nuevas del todo, pero con el betún y el brillo sacado y la hebilla cosida, como recién compradas.

Huele a entierro la tarde y a rosario. Está todo cerrado. Ni siquiera en la tienda podemos comprar nada. No funciona la radio y en la tele no ponen ni noticias ni series. Está todo de luto. La iglesia medio a oscuras me da miedo. Me dan miedo los cirios y el incienso. Y el rosario que sisean, sin cesar, en sus reclinatorios, las beatas. Me asustan los sermones y los púlpitos. Y el dolor tan inmenso que expresan las imágenes. Y no quiero matar a nadie con carracas. Me dan pavor esas sotanas malva y esos ritos. Y esos encapuchados que van de procesión en procesión. Y tantas oraciones de amargura y de escarnio. Y hasta Jesús tapado con la manta morada.

En todas las familias hay como más silencio y no discuten tanto los hombres en los bares porque no sirven cosas de las que emborrachan. Al menos eso dicen. Y es lo mejor que tienen estas fiestas tan tristes: no madrugar y no acudir a escuela. Aunque todos los viernes nos den para comer bacalao desalado con garbanzos, por vigilia de pascua.

Lo bueno es que el domingo (cuánto tarda en llegar y luego cuando llega qué rápido se acaba) vendrá madrina a verme. Me traerá un bizcocho, mantecado, de pisos, con virutas de dulce y cubierto de escarcha. El del año pasado era grande y sabroso. Con un castillo encima, de chocolate blanco. Y unas plumas azules clavadas en la almena. Y merengue en los bordes y frutas confitadas. Sabía a gloria. Yo creo que me encarga el mejor y el más grande, el más alto del mundo, de Avilés, de Galiana. Este invierno no hubo ni ocle, ni muchos caracoles. Pero yo, cuando puedo, también le compro a ella, en Casa de Pacita, un jabón y un pañuelo y agua de lavanda.


 (La Nueva España, 02-04-2015)



¿POR QUÉ, DE QUIÉN Y QUÉ?

¿Cómo podría yo colaborar un poco con este pobre mundo? ¿Desde qué reglamento de palabras o signos actuar con acierto y efectividad? ¿Qué se necesita para abrir los ojos y estimar el radio de errores tan graves, de falacias tan grandes? ¿Por qué es posible hoy que aquellos que elaboran las guerras y atropellos desde sus palacetes desfilen tras los ídolos suplicando la paz? ¿Por qué tantísimo oro y mármol repulido en sus aposentos? ¿Para qué los sellos en sus dedos grasos? ¿Por qué el privilegio, siendo tan inicuos, de postizas prédicas? ¿Por qué el mayorazgo y la potestad para perdonar?

¿De quién será la culpa de que nada nos sea lo que habría de ser? ¿Quién hurtará a los entes su propia identidad? ¿Quién vedará al entorno sus lógicas secuencias? ¿A quién achacar el delito de que se pudran castas, comidas por las moscas, la hambruna y la flaqueza; a quién que se consuman seres –allá a lo lejos–, seres –aquí bien cerca–, sobre la indiferencia, mientras yo me atiborro o tú tiras el pan? ¿A quién incumbe y ceba tamaño desajuste? ¿Qué usura se encubre tras estos compromisos, furtivos y silentes, entre excelsitudes y sus abusadores? ¿Dónde estarán los límites entre burla y ley, entre argucia y verdad?

¿Quién proyecta el viento y sus leguas frecuentes; quién acota las playas y los acantilados y coloca alambradas en su escarpada faz? ¿Por qué no hemos sabido ser libres como el pájaro, que, de momento, aún transita el aire y vuela? ¿Para qué tantas hormas y tantas divisorias? ¿Quién demarca la ruta de los barcos; quién las olas que surcan cada mar? ¿Cuántos caciques sobran en cada dependencia? ¿Cuánta atención de menos? ¿Cuántos puestos de más?

¿Quién programa el futuro? ¿Quién obedece tanto a la ignorancia suma? ¿Quién nos aísla así? ¿Hacia dónde nos llevan? ¿Hacia qué ceguedad? ¿Hacia qué cerrazón nos conducen y abocan? ¿Por qué nos empeñamos en ser todos lo mismo, en trepar y crecer, en subir y pisar? ¿Quién nos ha aleccionado? ¿En qué seremos sabios o cautos o resueltos? ¿Quién tallará mañana la madera que quede? ¿Quién sabrá predecir la lluvia y el relámpago? ¿Quién recoger los frutos del manzano y la espiga? ¿Quién distinguir la flor del cardo y del rosal? ¿Acaso volveremos a ser como reptiles? Quiero decir: ¿quizá caeremos siempre tan bajos y arrastrados? ¿Es ese nuestro sino? ¿Apocarse y seguir? ¿Asumir y callar?


(La Nueva España, 18-03-2015)                                



TODO EN SU SITIO
Del orden de las cosas

Quién le diera a mi tierra lo que hubo en otro tiempo. Suelos fértiles y amplios, sembrados por doquier. Maizales garbosos bajo el calor de agosto, patatales extensos como el hambre de ahora, prados llenos de gente con bálagos y carros y alegres cantinelas y hombres animosos y empuje de mujer. Y meriendas campestres, después de la fatiga, con queso y dulce y pan y tortillas jugosas y leche presa y miel. Quién le diera de nuevo la riqueza robada: el ganado paciente, cuadras muy fructuosas, caserías boyantes, castaños y robledos, pomaradas que olían a la palabra ayer. Casas propias, futuro, familias numerosas con trabajo y abuelos y padres y allegados y una sencilla mesa que te invite a comer.

Quién pudiera poblar de sabios pescadores sus playas y sus costas –Ángel, Servando, Lolo, Falín, Honorio, Arturo, José Antonio, Avelino, Quico el Pinto, Gabriel…–; quién cubrirlas de lanchas y aparejos y faros, de boyas y de redes y hacerla ser de oro como un día lo fue. Esparcir su abundancia por todos los concejos, recuperar caminos, renovar sus condados, injertar su linaje, reconstruir sus ruinas, renombrar sus palacios, amasar su prosapia y ponerlos en pie. Quién le restableciera sus montes recortados, sus riberas raídas, sus predios afligidos, su paisaje impecable, desgastado de tanto –gratuitamente en falso–, ceder y conceder.

Quién le diera sus alas y su soberanía y su lengua de siempre, la que hablaron los nuestros, y su abolengo excelso y su razón de ser. Quién avistara tanta magnitud y hermosura. Y advirtiera de pronto sus vegas florecidas y sus arroyos húmedos, sus aldeas vivaces, encaladas y sanas, con estiércol que ahumara frente a las antojanas y gallos que informaran de cada amanecer. Con quintanas, paneras, ristras de suficiencia, tendales esplendentes, filas y alegres corros en los patios de escuela, corros y multitudes en romerías y en fiestas con pólvora y charangas, con ídolos y ramos, con ropa nueva y fe.

Y que todo estuviera en su sitio, el de entonces; el que merece aún esta región honesta: los mayores al mando, con su edad y conciencia. La calma en la rutina, el horizonte enfrente, las estrellas en lo alto, el agua ante la sed. Que todo mantuviera su entidad y su esencia; que todo conservara su exactitud, su trino, su apariencia y verdad: la montaña y el río, el helecho y la malva, el jilguero y la noche, el árbol y el apego, la franqueza y el bien.

(La Nueva España, 4-03-2015)




PUESTA AL DÍA
Carta a los padres ausentes

Padres míos: aquí no cambia nada, más que la luz del mar, la noche, el clima, el cielo o el mes o la semana. Está un poco peor que cuando os marchasteis, por mucho que nos digan que vamos hacia arriba, levantando cabeza, subiendo en estadísticas, superando barreras. Es todo una patraña. Es todo una mentira disfrazada de azúcar como cuando a los niños los complacen y arrullan con un cuento de hadas. Es una argucia, todo. Porque nadie está a gusto con cómo nos dirigen. Nadie está satisfecho ni de su día a día ni de su porvenir ni de cuanto le timan con impuestos, recibos, diezmos y otras metáforas. Nadie encuentra salida a los muchos problemas que invaden cada hogar ni a las muchas angustias con las que dan de frente tan pronto se despiertan, nada más se levantan.

Aquí no cambia nada. Siguen las calles llenas de indigentes que piden para un pan, una sopa. Y por cualquier esquina suplicantes que escriben su penuria en cartones o en un trozo de sábana. Siguen durmiendo cientos de miles de personas en cajeros y en parques sin más abrigo encima que el rocío que baja a lavar las mañanas. Siguen los niños huérfanos apilados en centros y los que los desean impedidos por trámites y lucro y burocracias. Y sigue habiendo hambre, cuando afirman que somos más ricos cada año. Y sigue la miseria produciendo patronos. Y siguen los conflictos. Y siguen las matanzas.

No hay más que desazón en muchos corazones, desahucios y embargos, opresión y amargura, negativas y alarmas. No hay más que poderosos que se apropian del bien ajeno y limpio. No hay más que iniquidad por parte de los que, igual que hacen la ley, manipulan la trampa. Y despidos y quiebras, falaces reajustes, balances trastocados. Y cada vez más jóvenes se van a otros países a infravalorarse. Y cada vez más débiles recalan en las playas.


Aquí no cambió nada. Continúa el obrero escalando el andamio. Y los desatendidos persistiendo en su lucha. Y los abusadores engrosando su saca. Permanece el enfermo en su lista de espera. Y algunos inocentes en la celda que ocupan en nombre de los tantos que nos hunden y estafan. Es todo lo que existe, tal como lo dejasteis. Tan solo brota, ahora, prematuro, el saúco. Y las tardes ya empiezan a oler a primavera; y aunque llueva y la nieve persevere en las cumbres, son un poco más largas.

(La Nueva España, 20-02-2015)



DE PRESAGIOS Y MIEDOS

El mundo podía acabarse casi todos los días, a cada paso dado, por cualquier contratiempo. Si la mar levantaba las crestas de su cólera y las olas llegaban al borde de la tierra. Si el temporal rugía como un monstruo terrible y doblaba los árboles hasta barrer el suelo. Si la ira de la noche golpeaba los portones y rompía cristales y derribaba vigas y levantaba tejas. Si estallaba en los truenos la furia de los dioses y los rayos prendían el cielo con su brillo. Si caían, fugaces, demasiadas estrellas, si cruzaban aviones y dividían el cielo con su estela de gas, el mundo estaba a punto de terminar su ciclo, de destruir sus ámbitos, de aniquilar su esfera.


En todos los vestigios sospechaban las fauces de la muerte: en el perro que aullaba y enlutaba el augurio. En el búho agorero que ululaba y traía una agonía certera. En el cuervo sombrío que graznaba en la tarde y predecía un entierro. En los falsos avisos y en la luz repentina que inflamaba las cuadras. Todos eran presencia ineludible: la nube portentosa que barruntaba ruina; el eclipse del sol que suponía catástrofe. Y el velo que vestían las mariposas negras. Todos eran legado de infortunio y desdicha: la pega perniciosa que chirriaba y preveía enfermedad y lloros, el resplandor extraño que alumbraba en el fondo de un pantano y el campanario hundido que tañía a destiempo a los desamparados de su aldea; el espectro que a veces dormía en los desvanes, la vela decaída que ahumaba y crepitaba, el sueño que soñabas con sangre y dientes rotos. Todos eran noticia de tragedia.


Todos eran heraldos del diablo y sus ámbitos: los caballos albinos que aparecían de pronto en una carretera, la estantigua que huía, andrajosa, en silencio, la persona deforme que miraba torcido, el can del camposanto que se había escapado y se ponía a la entrada como algo nunca visto que arrastraba cadenas, el nogal peligroso que atraía los males, la casa endemoniada en la que nadie entraba desde años atrás, la mujer sola y áspera que curaba el amor y repetía conjuros y maldecía retratos y engendraba epidemias.



Todos eran (son) seña de un final tétrico y funesto: la rara gallina que canta imitando el canto del gallo, el becerro horrendo que nace sin piel y cuatro cabezas, el gato, el granizo, el lagarto, el hombre, el buen clima, el cálido, el calor de enero, el verdor de octubre o la opacidad de la primavera…


(La Nueva España, 04-02-2015)


MATERIA HUMANA

Estos son los dones que yo os ofrendo y las petitorias que lanzo a mis hados. Agotar las tardes con júbilo asiduo. Subir a la noche con alma encendida, sentir el calor de sentirme en casa. Dormir con la paz que respira un niño, dormir muy conforme conmigo y contigo, dormir con la fe de no deber nada. Soñar con aquello que tengo y que sueño, con fechas brillantes como una quimera, con nombres hermosos que me intensifican, y con esperarte como aún te espero, con el mismo amor con que te esperaba.

Abrir la mañana como un verso antiguo que brinda su luz desprendidamente, respirar su fresco, bendecir sus árboles, contemplar sus formas, desear ser rama. Notar mi salud, percibir mi dicha, saber que mi cuerpo aún me sostiene, que mis ojos miran, mi corazón late, mis brazos abrazan. Aspirar el tacto del rayo primero, asistir al goce de oír cómo abordan los mirlos el día. Sentarme a la mesa, compartir el pan, el aroma seco del café temprano, la infantil textura de la mermelada. Empezar las horas con tino y arrojo, salir a la calle firme y decidido, saludar tan solo a quienes me incumben, obviar la presencia de los que ni apenas merecen un hola ni otra palabra.

No perder el rastro jamás de la belleza. No verme crecido ni autosuficiente. No olvidar que soy de materia humana. No herir, porque sé que el dolor aflige. No mentir, si busco que me den verdades. No dejar atrás lo honesto y sus vínculos. No odiar, pues conozco qué implica la saña. No asistir al pacto del interesado. No elogiar en vano, en pos del provecho. No fanatizar, que todo es de tierra y en la tierra acaba. No infringir las leyes que impone el respeto. No secar los pozos de la fantasía. No volver atrás. No posar la calma.

Valorar cuanto cae en mis manos y es libre: el grito y la memoria, la voluntad y el credo, la lucidez y el canto, la voz y sus imperios, la alegría y sus lágrimas. Mantenerlo a mi lado mientras pueda alumbrarme. Asumir que mi tiempo ha de otear el fin. Y aceptar el adiós, cuando llegue el momento, con acato y templanza. Y acercarme al paisaje y acariciar sus velos. Y llegarme a la mar y bendecir su empeño. Y pronunciar las sílabas de todo lo que amé. Y levantar la vista y dar las gracias.


(La Nueva España, 21-01-2015)
 



UN AÑO MÁS
El significado secreto del tiempo

Cabe en un año lo mismo que en la vida. En un año podríamos dejar de ser los mismos y empezar a ser otros. Y descubrir, al fin, que nada importa tanto, que nada es tan urgente como el tiempo de ahora, el tiempo de vivir, el instante veloz, su ser vertiginoso. Es posible que lleguen abrazos imprevistos y alguna despedida invada los andenes de nuestros corazones. Es probable que el mundo recapacite y pare y posponga su prisa y aminore sus odios. O que sean los sueños el camino más firme hacia la realidad y la realidad consista en todo lo que duerme al margen de los ojos.

Un año es un espacio equivalente a un pecho. Alberga sentimientos, atesora secretos, acoge una esperanza, deshereda algún gozo. Y en él quedan prendidos desengaños y acuerdos, imágenes y culpas, aciertos y poemas, emociones y noches, vacíos y contornos. En un pecho perduran la sustancia y la ausencia, nos moldean la carne, nos trastocan el rumbo. En un año se acaban los meses y su música, el candor de un verano, la leña de un diciembre, mas siempre permanecen los ecos y rescoldos. Un año es tan intenso como una madrugada. Y tan desconocido como un amor futuro, como un palacio ingente, como un reino grandioso.

Un año es una nube, con su cielo y su estela y cientos de millones de mortales, aquí, sobre la tierra, con su ceniza a hombros. Un año es como el ave que migra y no retorna. Surca con prontitud almanaques y mapas. Y nunca ha de volver, como no vuelve el humo. Nunca otra vez cruzar los mismos territorios. Y deja atrás hermosos encuentros y tratados. Y nos adentra en ámbitos inquietantes y dulces. Nos distancia de fechas y dolores frondosos.

Un año es una puerta que debemos franquear. Una escena que hemos de encarnar con cordura y aplomo. Así como si ya supiéramos sus diálogos y sus alegorías. Así, de forma inexplicable, igual que respiramos desde siempre y a diario, sin que nadie nos haya dicho el porqué y el cómo. Un año se asemeja a una página en blanco, a un camino desierto, a un océano nuevo. Y es nuestra obligación desplegarlo y andarlo, navegar sus riberas, surcar su latitud, sondear en su fondo. Por tanto, caminemos. Sin cortapisa alguna. Caminemos en firme y adelante. Para vivir mañana es tarde ya. Para vivir ahora jamás es pronto.


(La Nueva España, 31-12-2014)



BOCANADAS DE VILLANCICO
Memoria de las navidades infantiles, en aquellos diciembres a los que nunca volveremos

¡Qué grande aquel espacio. O qué pequeño yo! La cocina era el hueco más vivo de la casa hasta entrada la noche, desde el amanecer. Allí cabía la mesa de madera con hule, y el armario de puertas y cajones añil. La ilusión y los cazos; la palabra y el fuego; y el pan tierno y el bien. Y las viejas banquetas con las patas pintadas y agujero en el centro. Y las cajas de leña y el carbón y hasta, a veces, la máquina ruidosa y triste de coser. Y los botes y latas con galletas, pastillas y botones y velas. Y los kilos de azúcar y los litros de aceite, por si volvía la guerra y no había qué comer. Y azulejos con cromos y con calcomanías. Y la radio vestida con género estampado y un san Pancracio, al lado, con dos reales metidos en su dedo apuntando y una ofrenda sencilla de perejil y fe.

Diciembre con sus hombros cargados de raitanes. Era la temporada más intensa del año. El mes más esperado, con sus gélidos ojos y su olor a belén. Las escuelas cerraban sus puertas unos días. Y todo era distinto aunque fuera lo mismo. Nos gustaba pisar los charcos congelados y chiscarnos la ropa y echar luego a correr. Nos llegaban postales de primos de Galicia y de aquella maestra –Milagros (Pontevedra), cariño y vocación– que me enseñó a leer. Y lucían en el árbol junto con los adornos que mi madre adoraba: la herradura plateada, el tamborcillo rojo, las madreñas atadas a una rama de acebo, las bolas fragilísimas de nieve y de cristal, el trineo con cajas de regalos y renos y una estrella de púrpura y un dado y un quinqué.

Diciembre con sus brazos de padre protector y de recogimiento. Me asomo a sus estancias: escucho la alegría bullir tras la ventana. Humea la compota. Me llegan bocanadas de villancico y muérdago. Y alguien rompe el turrón a golpe de martillo. Hay higos, polvorones, bolas de anís y almendras y nueces a granel. Ojalá que esta dicha quedara para siempre en torno a la familia y que jamás la vida pueda portarse fiera. Mas es todo un ensueño. Imposible es volver. Diciembre, ¿dónde se habrán quedado las campanillas de oro, la inocencia, el anafre? ¿Dónde los que presiento casi más que a mí mismo, pero no están, lo asumo; no están, no están, lo sé? Diciembre. ¡Era tan libre el tiempo… tan lento y tan sereno su eterno suceder! ¡Qué largo el transcurrir entonces del invierno. O qué fugaz y vana la razón de mi ser!
 (La Nueva España, 17-12-2014)



SE ACABÓ EL TIEMPO
A mi padre, in memóriam

Llegó la hora. Para un final, cada día es temprano. Pero se acabó el tiempo de contemplar la mar desde tu casa y podar el saúco y hablar al horizonte. Se terminó la edad de barruntar la lluvia y la tormenta. De adivinar la ruta de los barcos. Se acabaron las noches de luna en El Requexu. Y las limpias mañanas entre los castañedos y la húmeda quietud de Manzaneda. No habrá más ocasión de recorrer, en vida, las costas ni los montes. Ni de otear el cabo, la rampa, ni el pedrero. Ni de prever bonanza ni resaca. Ni los bancos plateados de peces que cruzaban las tardes del verano y de la primavera. Se terminó tu estancia inesperadamente. Te llamaron, de pronto. Sin duda fue tu Luz, que ya tendrá dispuesto el cielo que os toca y ya habrá abrillantado el cerco de tu estrella.

Llega ahora el encuentro con la nada habitual y los espacios huérfanos y los jerséis dolidos en los armarios pálidos y las sillas desiertas. Ahora, la realidad punzante de la muerte, la ausencia que desprenden sus años posteriores. Y el silencio forzoso de todo tu utillaje y tus perros de caza y tus cañas de pesca. Llega la soledad con sus formas escuálidas, con su separación definitiva. Y la aflicción y el vértigo. Inexorablemente, llegan.

Te llamarán de tarde en tarde las gaviotas que anidan, al norte de tu norte, en La Gaviera. Y encallará en Llumeres otro vacío nuevo, otra distancia más junto al muelle gastado, junto al camino hendido, junto a las lanchas yertas. Te recordaré siempre, los domingos, temprano, con tu ropa de aguas y tu pelo ya blanco. Te recordaré siempre, detrás de mí, agarrándome, enseñándome a andar en bicicleta. Te recordaré siempre conduciendo el camión, con litera y con claxon y almanaque,  en el que me llevabas a aquellos viajes largos por largas carreteras.

Descansa en paz. No te faltó de nada. Eso es lo más grandioso que un ser humano otea al despedirse. Jamás te negaríamos aquello que pidieras. Unas manos queridas te labraron un reino de calor y cariño, de cuidado y de gozo, de respeto y de amparo. Es lo más hermosísimo que un alma puede ansiar, aquí, en la tierra. Descansa en paz y elévate a los altos dominios. Vete en busca de ella. Y bendecidnos siempre, protegednos a todos desde el eterno azul, sangre de nuestra sangre. ¡Qué expatriación se siente! ¡Qué desarraigo queda!

(La Nueva España, 3-12-2014)



LUANCO. JORNADA DE INSTITUTO
Sabe a marinero la luz de la mañana. Aún no han despertado las gaviotas. Una bruma de paz abraza a Luanco. Llega el coche de línea con nosotros y con muchas mujeres de los pueblos vecinos que trabajan, de sol a sol, entre espinas, bonitos y latas, en la fábrica. Alguna va dormida. La cabeza apoyada en el cristal. Otras hablan del mundo y de la vida, de las tareas domésticas que ya dejaron hechas y lo dura que se hace una jornada. De vez en vez nos miran y aconsejan que no desperdiciemos esta edad tan hermosa e irrepetible, que estudiemos, que aprovechemos mucho la ocasión que nos brindan. Que en un futuro bien daremos las gracias. Es invierno. Se quejan del besugo y del chicharro. De lo escasa que fue la costera de ayer. De las piezas tan ‘ruinas’ de la actual temporada.
Nos apeamos todos en el mismo destino. Ellas van con sus bolsas, su fiambrera y su aguante a sus puestos de a diario. Nosotros con los libros y nuestra adolescencia a nuestra lección diaria. Los árboles del parque dejan caer sus hojas. Presiento pesadumbre en los ocres que crujen cuando piso. Hay trajín en la calle y cerca de La Plaza. Campesinas de Bustio que arriban caminando, de Balbín, de San Jorge, de Antromero y Montán y Santolaya. Carros que van y vienen con leche y hortalizas y huevos recién puestos. Vendedoras con ‘paxos’ y palometas frescas. Baldes con crisantemos, caléndulas y dalias. Preparan los espacios y colocan las berzas, los ajos, las mantecas. Hay vocerío y vida. Y vaho de café y humo de tabaco. Hay higos muy maduros y ‘boroña’ y castañas. Hay coches y cantinas, carniceros, furgones, camionetas. La conservera llama con su sirena aguda. Las pescaderas gritan la variedad que portan. Parece una gran urbe temprano de mañana.
Luanco siempre amanece con maternal aroma a marañuela y pan. Cada rincón desprende su matinal esencia, su tradición atávica. Huele a horno y a roca. A cirio y a pedrero. Huele a nasa y a nudo. A economato y cisco. Huele a balcón y a malla. A palangre y a coro. A ultramarinos y ola. Huele a nordeste y náutica. Me gusta La Ribera con sus bancos de ocle en la orilla varados. Y esta brisa de otoño tan gélida y salada. Es hermosa la villa asomada y dormida, como añorando siempre su vocación de playa.


La Nueva España (19-11-2014)

 


Sustantivación de la realidad

Poder. Ineficacia. Usurpación. Apoltronamiento. Paroxismo. Sordera. Subvención. Suciedad. Histrionismo. Expropiación. Dificultad. Caída. Abismo. Corrupción. Enquistamiento. Desvergüenza. Liderazgo. Complicación. Colapso. Desgaste. Inmoralidad. Líder. Saqueo. Enmascaramiento. Afán. Ausentismo. Imputación. Amenaza. Hastío. Despropósito. Escudamiento. Terquedad. Estrategia. Sinrazón. Parodia. Malversación. Cohecho. Pillaje. Fragmentación. Retroceso. Desviación. Escándalo. Enfrentamiento. Desconsideración. Sospecha. Fraude. Vinculación. Sectarismo. Vulneración. Derroche. Contrabando. Ambición. Trama. Astucia. Desatino. Camaradería. Perversión. Incapacidad. Condena. Meollo. Delito. Tartufismo. Táctica. Beneficio. Dirigente. Negocio. Prevaricación. Chusma. Objetivo. Irregularidad. Compraventa. Pasividad. Manipulación. Empresario. Dolo. Cuestionamiento. Flojera. Tropelía. Privilegio. Desafección. Delincuencia. Sumersión. Anomalía. Aforamiento. Opacidad. Privatización. Error. Recurso. Prevaricación. Embuste. Desafío. Culebrón. Campaña. Soterramiento. Asco. Infidelidad. Despotismo. Fiasco.Morosidad. Pompa. Guardaespaldas. Perspicacia. Descontrol. Protocolo. Cárcel. Ilegitimidad. Soberano. Confabulación. Megalomanía. Suplantación. Estafa.

Pueblo. Penuria. Orfandad. Desahucio. Crispación. Rechazo. Censura. Desconfianza. Pacifismo. Indefensión. Bochorno. Factura. Lamento. Menoscabo. Impuesto. Extenuación. Inapetencia. Rabia. Sobresalto. Descontento. Denuncia. Necesidad. Preocupación. Malestar. Perplejidad. Repudio. Inseguridad. Alarma. Desmoralización. Dificultad. Víctima. Detrimento. Privación. Desengaño. Decepción. Parsimonia.  Ira. Superación. Contribuyente. Impotencia. Reproche. Desconcierto. Hambre. Explotación. Auxilio. Antipatía. Abandono. Desempleo. Lucha. Frustración. Fatiga. Fondo. Represalia. Deuda. Dignidad. Condescendencia.

País. Desajuste. Pensión. Polémica. Turbación. Negrura. Quiebra. Destrozo. Demanda. Merma. Deterioro. Cerrazón. Naufragio. Brecha. Expolio. Demolición. Aborrecimiento. Pobreza. Secesión. Inmovilismo. Riesgo. Secuela. Desastre. Involución. Desánimo. 


Futuro. Insistencia. Rigor. Civismo. Perseverancia. Triunfo. Luz. Resurgimiento. Impulso. Juventud. Empeño. Inteligencia. Savia. Cambio. Liberación. Valía. Amor. Unión. Amor. Firmeza. Amor. Utopía. Amor. Tolerancia. Amor. Apuesta. Amor. Apreciación. Amor. Entereza. Amor. Arraigo. Amor. Tolerancia. Amor. Adhesión. Amor. Coraje. Amor. Poesía. Amor.

(La Nueva España,12-11-2014)


El sino del hombre
La escasez en mitad de la abundancia

Dicen que crece el hambre y sé que no es mentira, pero en mi tierra están las frutas caídas por el suelo. Y los huertos callados y olvidados sus lindes y abatidos sus muros. Nadie baja al otoño con cestos deseosos de bayas y sabores. Nadie prueba el almíbar de cada primavera ni recolecta el bien de sus libres arbustos. Tan sólo la alimaña se regocija y nutre del festín opulento de la naturaleza. Apenas los más jóvenes conocen las espinas del erizo ni han probado la carne de los escaramujos. De pronto hemos pasado de la nada al exceso. Y ya no recordamos la humildad de las uvas ni el tacto del membrillo ni el fragor del saúco de acostumbrarnos tanto a fingidos productos.

Dicen que hay hambre y sé que eso es muy cierto. Aquí, en cualquier calle, muy cerca de nosotros. Mas en cualquier paraje se pudren las ciruelas al borde del camino y las tiernas castañas y los piescos maduros. No apetecen a nadie las manzanas ni el higo ni las moras ni el apio ni el orégano tímido que perfuma el verano. Nadie mira las nueces ni recoge las guindas. Nadie aprecia el arándano ni el fértil avellano ni los solos madroños ni el rubor de los prunos. En mi región parece que nos sobra de todo o que aquello que abunda se desecha o se tira; y es más fácil comprarlo adulterado y falso. Y pisamos bellotas y añoramos su harina, descastamos el fuego y pagamos por humo.


Dicen que terminamos con todo lo que existe. Que es el sino del hombre. Que su instinto es así. Porque apenas cuidamos lo mucho que perdura con su verdad de siempre, con su paciencia inmune. Y me extraña que aún se prenda la luciérnaga. Y que sigan los cuervos con su vuelo de luto. Me admira que madruguen las ardillas y el Sol y que canten contentos el raitán y el cuclillo o que ahueque la noche la insistencia del búho. Me asombra que nos amen el perro y el caballo y todavía nos cedan su lana las ovejas y que no hayan cansado las aspas de la brisa ni se hayan obstruido las arterias del mundo. Me sorprende que el cielo no se haya desplomado o que la mar permita que profanemos más sus túneles cobalto. Me desconcierta el hombre, a veces, con sus poses. Porque dicen que hay hambre, pero somos un péndulo entre miseria y lujo.

(La Nueva España,30-10-2014)



Tierras viciadas
El desencanto de los tiempos actuales frente a la sencillez de la memoria de las cosas pequeñas

Me ha tocado vivir un tiempo de una tremenda y gris desconfianza. Una época en declive, como un torrente oscuro, con gran sabor a sombra y a quebranto. Con malicia abundante, poca salubridad, mucha indolencia y una continua lluvia de amenazas. Y no tengo otro modo de embellecer el mundo más que con el intento de escribir lo que ocurre, de acusar los errores y las expoliaciones, por ver si algo mejora, por saber si algo sana. Pero es empresa ímproba querer cambiarle al rico su riqueza por pan o privar del dominio a tantos gobernantes o sembrar honradez en tierras tan viciadas. Es tarea imposible vaciar los corazones de tantos insaciables o injertarles franqueza donde llevan la aorta o pedirles que corten sus corrompidas garras.

Nada es lo que esperábamos que fuera. Yo que era amigo íntimo del cardo y de la higuera, vecino de los prados y de los eucaliptos, que jamás nos traicionan ni nos mienten ni fallan; yo que apreciaba tanto a los escarabajos y al pobre que venía de lejos, con su nobleza a cuestas, y comía en mi casa? Ahora estoy rodeado de astutos malhechores, de insultantes gerentes y banqueros de risa y héroes de un día y jueces inmorales y oficiales piltrafa. Y quisiera mudarme de estación y actitud y convertirme en ley infranqueable y fría o en emoción o en fiebre de amor obligatoria y parecerme más al maíz y al azúcar y rebajar los tragos amargos,tan frecuentes, o gritar con los gritos allá donde haga falta. Me gustaría atajar tanto lujo y embrollo, zanjar tanto despojo y empezar a quemar la ambición que nos reta, los trajes que nos sobran o emplearlos en piel para las lagartijas o en uniforme obrero para el que no madruga o en músculo contentopara el que no sonríeo en poema que abrace como alguien muy cercano o en pretexto de flor o en templanza de máscara.


Me haría falta un verso que borrara la luz para aceptar que es todo tan oscuro. O que alguien muy explícito hablara igual que cuando estamos sentados, a la mesa, con vocablos modestos como sopa muy grata. Pero nadie es capaz de mostrarse por dentro. Nadie confiesa el crimen. Nadie se reconoce causante del delito, tramador de la trampa. O estamos ciegos todos o a mí país, yo creo, le han sacado los ojos. Y a muchos de nosotros, inocentes humanos,nos humillan, nos obvian, nos evitan, nos vetan, nos carcomen y embaucan.


(La Nueva España, 15-10-2014)



Parte de otoño

Dejo sobre estos versos las horas más recientes del otoño. Empieza a oscurecer y observo cómo pasan bandadas de estorninos. ¡Qué destreza la suya por el aire! ¡Qué libertad Son sombra y son belleza. Es extraña la vida, si uno para a mirarla. Es dolorosamente hermoso su sentido. Terriblemente ingratos su acabamiento y formas. ¿Para qué estos instantes de luz tan meritoria de una vida más larga? ¿Con qué fin han cruzado por aquí, hoy, estos pájaros? ¿Por qué los han creado? ¿Quién los avistará desde mañana? ¿De dónde son las nubes que ahora cubren el cielo mientras ellos rumbean? ¿Cuál es su cometido?¿Quién recorta sus velos? ¿Para qué se desplazan?

Difundo en este espacio la marcha de septiembre. Sus últimos destellos. Te entrego la presteza de sus árboles, el pardo bienestar de su silencio. Su brisa cálida. Te ofrendo la salud de los fresnos frondosos y las yeguas que mascan la acritud de sus hojas; la lentitud del sol hacia el poniente por entre los castaños que apenas pueden ya con los frutos que penden de sus ramas. Te entrego la grandeza que entra en mi corazón, la amplitud que me llega de todo lo que advierto, la candidez que asumo en lo que me emancipa: cuanto más las comparto más se agrandan.

Propongo que sean libres por siempre los chubascos, las gaviotas, la ardilla, el caracol, la escanda. Que nadie hegemonice los mapas ni los lindes. Que no nos equiparen, que no nos maquinicen, que no nos armonicen como nos armonizan la trampa y la inocencia, la tempestad y el orden, las tormentas y el gozo. Que no nos descompongan la franqueza del agua. Que nos dejen tocar el ideal sincero del hombre que no aspira más a que tornar, exánime, hacia su esposa e hijos, tras un duro solar y un fatigoso día con sus bestias queridas y sus viejos arados. Que no nos desentrañen la sensatez del mar ni el viento ni la nieve ni de nada de aquello que aún madruga manso en cada madrugada.

Os brindo este decoro. No sé hasta cuándo me quedará propósito ni hasta  dónde, tampoco, tolerancia. Declaro que estoy hecho de barro muy primario, de terrones rurales y aspiraciones cortas. De broza y matorrales donde habitan la oruga y la lombriz y el ácaro. Y que me identifico con las cosas muy simples, con las verdades netas, con las nobles palabras. Nada me verifica desde ninguna arista. Es inaprehensible cualquier conformidad. La vida es turbadora, incomprensiblemente inesperada.


(La Nueva España, 02-10-2014)



Irrepetible luz
El paraíso perdido de la infancia en Bañugues

Qué azul felicidad aquélla de nuestra adolescencia! ¡Qué limpia juventud la que cruzamos! Pasión, credulidad, intrepidez, coraje. El mundo inédito, la vida intacta. Crecíamos ajenos al dolor y a las pérdidas. Al mal y al desengaño. Lejos quedaban todos los escollos. Lejos la cerrazón y el desaliento. Lejos también el aguijón del miedo y de la rabia. Caminábamos juntos, mirábamos al frente, siempre adelante, amos de la salud y las conquistas. Bañugues no era más que un rumor de gaviotas, pescadores y brea. Un paraíso anclado frente a una mar rojiza y bancales de niebla que nos encapotaban.

¡Qué inmensidad aquélla de los días perdidos por entre dedaleras, brezales y rebollas en flor que nos sobrepasaban! No había más futuro que el presente ni más caducidad que la de los insectos que clavábamos con crueles alfileres en cualquier tabla. Ni más aspiración que huir, a pie o en bicicleta, por senderos sombríos del verano, donde escondían sus nidos las currucas y el rocío dormía hasta altas horas sobre las telarañas.

Bañugues lo tenía todo, entonces: enormes caserías, con gallos y coríos y parejas de bueyes y limones y rosas y paneras cubiertas de ristras de abundancia. Y prados espaciosos donde esparcían el guano antiguos bañugueros. Y anchísimos dominios sembrados de maíz y fabas que se alzaban por sus tallos. Y fértiles y frescas pomaradas.

Y unas minas con pozos y vagones y almacén y oficinas y calderos que iban cargados a Carreño, por un cable en el aire, a través del paisaje, pasando por Merín y por Simancas. Y un puerto, con pilastras gigantes y troneras y redes y un güinche que tiraba de las lanchas. Y una ruda grijera, enclavada en el vértigo, donde se desgastaba una familia entera que transportaba el grijo de la playa. Y un pueblo que rezaba y rogaba piedad, en otoño e invierno, con fervor y con cánticos y velas encendidas, a la Virgen del Carmen y a Santa Bárbara.

¡Qué incomparable el tiempo del inicio! ¡Qué irrepetible luz la de la infancia! No existían heridas más profundas que las de los espinos en nuestros brazos tiernos. Ni llagas más intensas que las de las ortigas. Ni dardos más punzantes que los de la cizaña. Ni había más allá, pues todo estaba allí: el principio y el fin, la calma y la galerna, el triunfo y el naufragio, el amor verdadero, las verdades más puras, la grandeza y la nada.

(La Nueva España, 17-09-2014)





ESCENA ACOSTUMBRADA
Imágenes de los últimos días de verano

La puerta abierta como está siempre. La alfombra puesta sobre el balcón. El pescadero chifla a lo lejos. En los sanjuanes ropa tendida. En las aceras, el ocle al sol. Huele a salitre el aire cálido. Todo está quieto como en la muerte. Todo palpita, pero en silencio. Entra septiembre, mas hay calor. Sabe a manzana esta luz mustia. Aún no tenemos clases de tarde ni libros nuevos ni obligaciones. Es mediodía. Mi madre friega, arrodillada sobre una esponja, la piel gastada de las baldosas. Lejía y jabón. Y mientras deja por el pasillo páginas sueltas de unos periódicos, canta en bajito esta canción:

A las entradas de Barcelona / había una niña como un jazmín / bordaba flores y margaritas, / bordaba rosas para Madrid. / A los quince años solita quedó / bajo el amparo de un mal hermano / que era un borracho y un jugador. / Y un día estando solitos los dos / hacia su hermana se dirigió: / por tu cariño me vuelvo loco / y tu marido quiero ser yo. / La pobre niña muy asustada / se dio la vuelta y le respondió: / antes prefiero mil veces morir / que tú, mi hermano, manches mi honor; / antes prefiero mil veces morir / que de un hermano gozar de amor. / Al oír esto el malvado aquel / sobre su hermana se abalanzó, / metió la mano en el bolsillo / sacó un revólver y la mató.

Ella no sabe que la escuchamos. Mira y se calla y nos repite que no cantemos ni recordemos lo que cantó. Que es una historia que le sonaba de cuando niña. Que es como un cuento, una leyenda. Que no es verdad. No sucedió. Que es un romance que repartían los mutilados que se sentaban donde la plaza, a llorar hambre y pedir limosna, con una lata y con un cartón.

La casa limpia como está siempre. La pota hierve sobre el fogón. Una escudilla con higos nuevos. Y unos recibos allí incrustados entre los marcos de la alacena circunvalada por un cordón. Suena en la radio un noticiario. Y a cada rato el mismo anuncio: ‘Tulipán Negro’. Las emisoras se van a veces y surgen ruidos como lejanos. Los platos listos. La mesa puesta. Agua del pozo en el porrón. Brotan tempranos los crisantemos. No se me borre nunca la imagen de esta cocina tan poca cosa, pero tan nuestra como la ropa con el aroma de noche fría, leña y carbón.


 (La Nueva España, 3-9-2014)



Instantes de plenitud
Apuntes de una plácida tarde de verano

Voy comprendiendo un poco la rueda de este mundo. Uno cree que la vida y toda su verdad quedan muy lejos. Y recorre los anchos caminos de la tierra. Anda los territorios y su extensión ajena y aparente. Echa la vista atrás. Otea la ficción. Se desengaña a tiempo. Retorna decidido sobre los mismos pasos. Regresa a los espacios que le hicieron la piel, a las sanas costumbres, a los sencillos ritos que nos procuran rasgos de la inmortalidad, aunque no sea más que un único momento.

Por eso aprecio tanto, de nuevo, estar aquí, mientras muere la tarde y los gatos despiertan de una siesta larguísima y se estiran y afilan sus uñas en el tronco vetusto de un cerezo. Y los turistas huyen a su colmena urbana, tras un día de sol y merienda campestre. Y sólo escucho el peso de la luz y el zumbido de un grávido abejorro que acopia el rubio polen de las flores que aún echa el limonero.

Valoro más, si cabe, esta inmensa fortuna de encontrarme apartado de consorcios y alianzas, de los intoxicados colectivos y afamados expertos. Es domingo. Y huele, como antaño, a leña de manzano de alguna chimenea que adelanta el invierno. Y soy feliz, lo sé porque me llena de emoción y hermosura cualquier forma que surge ante mis ojos. Y puedo hasta llorar de plenitud y gozo. Podría hasta dar las gracias, si en esta intensidad acabara el trayecto. Me siento el hombre más dichoso de este ahora.

Las ocho. La estela de un avión. Compartimos la púrpura de un vino delicioso, las nueces que cogimos y unos trozos de pan con queso tierno. Se levanta una brisa agradable que mece los castaños en flor. Pronto llegará el otoño y su otra mansedumbre. Hay nubes de mosquitos en torno a las bombillas. Se encienden el alumbrado de los pueblos.

No necesito más. Está todo en su sitio. La buganvilla, la pérgola, el balcón. Y el sol cayendo. Está todo a su modo, provisional y plácido. Y aquí estamos nosotros, rodeados de salud y de complicidad y de agradecimiento. Asoma ya la Luna y las chicharras narran su estridencia a las sombras. Aquí estamos nosotros con todo lo que un ser humano necesita: cuatro paredes contra la intemperie, satisfacción, aplomo y un corazón capaz de amar y de corresponder en estima y respeto. Y la mano extendida, entregada a la ofrenda. Y la memoria intacta de cuantos nos quisieron.

 (La Nueva España, 20-8-2014)


SER POSIBLE
Interrogantes que jamás han de ser respondidos

¿Quién soy? ¿El que quieren que sea o el que no quiere ser solo por parecer y aparentar que es lo que los otros vean? ¿Ser se quiere o ser se es? ¿Quiero ser quien fui? ¿Quise ser lo que soy? ¿Sé lo que no he sido? ¿Seré lo que ni sé? ¿Qué soy, al fin? ¿Qué quiero ser? ¿Qué sé? ¿Qué más pude haber sido que no fuera ser esto que a ciegas he ido siendo o a duras penas soy? ¿Soy lo que no es todo lo que es distinto: un árbol, una fiera, la bruma, el infinito? ¿Y que no son entonces que yo sea? Si yo no soy ni firme ni perenne ni certero ni sagaz ni sensible, ¿no son acaso en todo mucho más indudables, mucho menos extraños, sanamente más íntegros?

¿En qué soy más posible o singular que el saúco y su sombra? ¿En que supero yo la robustez del fresno, la estatura de un día, la textura del frío? ¿Cuánto de mí comparto con la rosa más breve? ¿Cuánto ocupo en la noche? ¿Cuánto subsiste en mí si me arrancan los sueños que me hacen soñar que no sueño y que existo? ¿Cuánto soy sin mi fracción de miedo e incertidumbre? ¿Cuánto sin los prospectos de esta anómala estirpe a la que pertenezco? ¿Entre tantas especies con cuál puedo medirme, con cuál me identifico?

¿Qué me dicen los rayos del sol que me despiertan? ¿Comprendo su actitud sobre mi carne? ¿Qué me dicta el jazmín cada mañana? ¿Comprendo la negrura de los cuervos, el oro de sus picos? ¿Distingo la verdad de la insignificancia? ¿Qué me creo cuando me enfrento a mínimas criaturas, cuando aplasto la envidiable presteza de una hormiga, el estampado vello de un insecto, la aguzada beldad de los erizos? ¿Qué pequeñez me incumbe, que enormidad me enmascara y me engaña? Si apenas sobrepaso el tronco del arbusto y el tesón del vencejo que vuela agosto arriba, ¿por qué me crezco tanto, con qué fin me envanezco, por qué me sobrestimo?

¿Poseo yo un segundo la majestad de un monte, el alcance de un trino, la limpidez de un hilo de rocío? ¿Intervengo en la rotundidad de la tormenta, significo en la ira del viento? ¿Qué le importa mi vida a los océanos, qué le aporta mi entidad al ocaso, qué le agrega mi salud a este mundo? ¿Estoy en un trayecto? ¿Habrá siempre camino?

 (La Nueva España, 6-8-2014)



Pozos de poesía
(Para Victoria Martínez Picado, que me enseñó a encender las sombras)

La poesía me sirve para aceptar el mundo y sus barrios penosos. El mundo y sus industrias realmente inaceptables. Y alterar sus secuencias y suponer piedad y evidenciar decoro. Y menguar sus defectos y sus atrocidades. Me vale para amar cada instante que huye indetenible y único. Y asir la finitud de cada paso dado. Y velar la clemencia que desprende la vida. Y obedecerme un poco y expandir mis verdades. Y olvidar con dulzura las fechas de infortunio. Y perpetuar la dicha de todo cuanto siento. Me es válida en los pozos de las desesperanzas. Me es útil en la espera con sus ritmos guardianes.

La poesía me eleva como un caballo alado y me enseña a mirar con altura y belleza. Y a no desestimar sobre la tierra nada. Y a unificar el gesto de todos los lenguajes. Me reúne con seres de humo y de pasado y me hace confiar, cada día más firme, en la humana nobleza de muchos animales. La poesía me inunda como lava muy dócil y me cubre de un tacto de antigüedad y gozo. Y entonces adivino, con primitivo brillo, la mudez cotidiana de cuanto a mí me otorga preponderancia y ser, la certeza de todo lo que existe y decae: la niebla que despierta sobre la madrugada, el gallo que aún insiste en pronunciar la luz, el petirrojo cauto que picotea en el suelo, la presencia tan frágil de todos mis iguales.

La poesía me cura con sus inesperados brebajes de vocablos y su naturaleza casual e indescifrable. Me reconforta tanto como lo no vivido, como un tenaz deseo, como un feliz hallazgo. Y con ella me aparto de cadenas y miedos, renazco en libertad en cualquier tiempo y parte. Transito las ficciones, sondeo lo impalpable. Con su abrazo de brisa me abrigo algunas épocas. Con sus garras de invierno me defiendo de ataques.


La poesía me muestra lo que miente el silencio y lo que ve la flor y lo que aúlla el tiempo. Y con ella no sufro tanto como se sufre. Y convierto en metáforas el rencor y su sangre. Y allano el contexto de las incertidumbres. Y transformo la historia, aunque no se perciba. Y todo cambia un poco, aunque no de repente. Y alguien se identifica en la esquina de un verso. Y tal vez se pospongan tu aversión y mi adiós. O se evite, quién sabe, qué llanto inevitable.

(La Nueva España, 23-7-2014)



No soy más que la lluvia

Es verano y parece que no hay más que tinieblas en torno a lo que miro. No hallo vestigio alguno de aquella luz primera que aromaba la vida y sus mansas mañanas, aquel fragor intenso que inauguraba julio y sus rosales. Veo en todo la sombra de nuestra levedad. La intuyo en esta higuera que tantos sueños míos cubrió con su ramaje. En cuanto ya no está y estuvo un día: tantas casas cerradas, tantos rotos caminos, tanto campo desierto, tanta región inane. En cuanto está, tal vez indiferente: en la mar que golpea las rocas de mi infancia, en la altiva presencia de los acantilados, en el faro que guía la voz del oleaje.

En todo reconozco la inminencia segura de la fugacidad. En la dicha de estar aquí y ahora. En la necesidad de andar, inexorablemente, hacia adelante. En esta lejanía de lo ya transcurrido que me acerca y me nutre el extraño que habito. En el verdor precioso que grana en los maizales. Descubro en cualquier tacto la flaqueza del ser que recubrimos. En la forma que abrazo cuando te rememoro y es semejante al humo, similar a la carne. En los versos que arranco de cada circunstancia. En la piel del silencio que pronuncia una ausencia. En cada paso dado, cuya amplitud ignoro si me es de provecho o me sirve de anclaje.

No soy más que la lluvia. Ni que la soledad. Ni que la fluorescencia de los escarabajos. Soy menos. Mucho menos. Más insignificante. Lo adivino en los visos de la naturaleza. En la premura inmensa de sus meses y ciclos y almanaques. En el agua que bebo y con mi sed culmina su porqué y se apaga. En las más diminutas partículas del aire. Lo barrunto en los signos más comunes. En mi nombre y el tuyo, donde se han desvaído tantas expectativas, y permanecen rastros de ilusiones y tonos, como en muros antiguos perdura el mineral de frescos y mensajes. En la prisa del ave que huye cielo arriba cuando escucha un disparo. En los cuerpos que enferman así tan de repente y se van para siempre como sol de una tarde.

Lo confirmo en las dudas que me asaltan, cada vez más inmensas, a medida que voy envejeciendo y aceptando que nada se perturba, que ciertamente todo se me muestra impasible –aquella mar, su faro…–. Que sólo en mí socavan el tiempo y sus alfanjes.


(La Nueva España, 10-7-2014)



UF

Detesto a cada instante los poses y las máscaras. Detesto los sofistas de por siempre y a diario. Me cansan los discursos simulados e inanes ¡Cuánto nos cambia el tiempo! Yo desprendía paciencia y gran capacidad de tolerar diatribas y simplezas, de interpretar ambages, de disculpar corazas. ¿A qué se deberá esta retrocesión? ¿Será cuestión de haberme callado de continuo; de reprimir las ganas escapar a menudo de donde nada hacía? ¿De no haber dicho a tiempo lo que en verdad pensaba? ¡Cómo nos desfiguran la ingratitud y el tedio! ¡Cómo nos traicionan los años y el descrédito y la proximidad que no respeta límites y el trato interesado y la falsa distancia!

Ya no me satisface derrochar una tarde en cimentar proyectos que me suenen a humo ni aceptar promesas que me huelan a agua. Ni cambiar mis propósitos por citas infecundas. Ya no me dicen nada los seres que me obligan a querer con cadenas. Ni tampoco los nombres que apenas te recuerdan, más que en aniversarios o en los grandes eventos o en la necesidad o en el frío diciembre o en esas convenciones en que te ves más solo que cuando te ves solo (pero estás en tu casa). Ni encontrarme con egos que se aplauden y cuentan lo que han llegado a ser y lo que hubieran sido y lo que el propio mundo no sería sin ellos. Y hablan y hablan y hablan.

No puedo con las prédicas ni los protagonismos. Ni con cínicos modos de proceder a veces. Ni con sartas de excusas innecesarias. Ni con acusaciones sospechosas. Ni con los que se tildan de sinceros. Ni con los que envenenan aquello que no atrapan. Ni con los que se quejan de todo a todas horas. Ni con todos aquellos que no saben estar a no ser si hay carnaza.

No soporto las masas ni las concentraciones. Ni pandillas frecuentes como en la adolescencia. Ni esa contrariedad llamada envidia sana. No creo en los consorcios que rotan con chantajes. Ni en cenáculos místicos. Ni en las celebraciones de los que rezan juntos o coinciden los martes cuando sacan su perro. Ni en los hermanamientos de mentira. Me quedo con los míos. Con los que no me exigen porque no les exijo. Con los que me comprenden con un gesto tan solo. A los que yo adivino con la simple mirada. Me quedo con los que abren sus brazos a mi paso. Con los que son a mí como el amor al que ama.

(La Nueva España, 4-06-2014)



Ahora comprendo
Reflexiones sobre las verdades del siglo XXI

Jamás creí que el siglo veintiuno ocultaría furtivos en los bosques, escapados de un crimen o de una tropelía y atraparan al corzo incauto con sus trampas. Que seguirían cayendo proyectiles y bombas en los pueblos más tristes de la tierra, a la voz de un tirano que levanta su copa, invicto y orgulloso, rodeado de siervos, prostitutas y plata. Que continuarían los prejuicios y el miedo como antaño y estarían vigentes los mismos mandamientos, las mismas salvajadas. Que supondrían aún motivo de tortura la ideología, el origen, la condición sexual o el tinte de la cara.

Jamás pensé que el siglo veintiuno iba a ser esto: una propagación de la crueldad y el asco, del odio y la cizaña. Un atentado incesante contra el hombre, una mentira invasora, una continua amenaza. Un orbe de ambiciosos y de cacos, un mapamundi plagado de fronteras, donde se entrona a los ejecutores y a los que aúllan de sed y de penuria, los persiguen y matan. Una fosa común donde vaciar las centenas de muertos por error y recreo. Un infierno legal llamado Europa, Kabul, Alejandría o España.

Llevamos todo el tiempo envenenando el tiempo, adorando en los templos a deidades y nuncios que promueven conflictos y apadrinan metralla. Llevamos mucha vida destrozando los ríos y asfixiando la luz, invadiendo lo ajeno, conquistando con sangre, humillando sin cautela y sin trabas. Muchas épocas reprimiendo la voz, cual sumiso rebaño, alimentando imperios y boatos, sometidos a escarnios y falsas esperanzas. Muchas, aterrados con quiebras y desastres, castigos y tributos. Llevamos mucha historia subvencionando rifles y palacios y esbirros y cañones y concilios y feudos y monarcas.


Nunca creí que el siglo veintiuno podría ser tan inmundo como fueron los otros. Que los seres, que aquí abajo habitamos, usáramos tan poco el corazón, tan poco el alma. No imaginé que todo nuestro empeño se centrara en triunfar, siempre y a cualquier precio, en acopiar riqueza, espacio, hegemonía -mortales como somos-, a base de lincharnos con hierro y a patadas. Ahora ya comprendo por qué no quedan quietas las olas ni las nubes; por qué anidan las aves, escamadas y solas, lejos de nuestros brazos; por qué intentan erguirse el árbol y sus ramas; por qué todas las rosas se revisten de espinas. Y por qué cualquier fiera, si nos presiente, escapa. Ahora intuyo la soledad del muérdago y el recelo del lobo. No hemos crecido nada.

(La Nueva España, 7-05-2014)



Lo que pudo haber sido
Memoria de los anhelos nunca logrados y semblanza de una realidad sin norte

Pude haber sido obrero y construido hermosos umbrales de palacios. Y levantado torres engreídas y solas. O cariñosos muros de cabañas. O cazador de insectos serenos y brillantes. O explorador de días extensos de verano. O farero en un cabo apartado y abrupto, cíclope para naves que cruzaran al alba. O vaticinador del turbón y el nordeste. O un furgonetero de aquellos que anunciaban colchones y somieres y recogían muebles y trastos y chatarra. Pude haber sido un buen talador y crecer adentrado en los bosques con mi sierra y mi paz y perfumar con pino y eucalipto la luz de la mañana. O quizá un pescador, más rico y más dichoso que ninguno en la tierra, con mis redes y anzuelos, con mi cesta y mis nasas.

O un simple caminante del ignoto camino de la vida. O un segador, feliz, entre ballico verde y blanda alfalfa.

Pero el mundo es así. El mundo es el efecto, a veces, carente de una causa. Desconozco qué habla un ladrillo por dentro. Desconozco el gusano y la luciérnaga. Los puntos cardinales. La borrasca. Desconozco la madera y el hierro. Las horas calmosas bajo un árbol. El porqué de las olas que no anclan. No avanzo. Estoy tullido. Me han dejado la espiga, los pájaros y hasta la vastedad de las palabras.

Logré ser funcionario. Me convertí en autómata, en máquina que frunce la rutina y el tedio con letras aparentes, en pedante que husmea en manuscritos e inserta, con pericia, notas a pie de página y sabe mucho, mucho de un poco de la nada. En androide que cobra al fin de mes un sueldo, pero anhela, con todo su corazón opaco, la pureza del aire. En ser frío y absurdo que va todas las tardes del despacho a su casa. Me cercené el ingenio y la capacidad de hacer algo distinto, sin clichés ni formatos. Me exigieron formarme como un especialista del vacío y el papeleo inútil, del discurso falaz. (Soy burocracia). Ser un presuntuoso que persiga, obsesionadamente, el poder de una cátedra. Que compita, de sol a sol, con otros cuerpos tan deslucidos como éste que yo porto. Que de aquello que supe no enseñe nada. Y he perdido el sentido, la historia de mí mismo, la de todos los míos, su día a día, su infancia.

(Yo sé que no son tiempos para quejarse tanto, pero la queja aquí queda lanzada).

(La Nueva España, 24-04-2014)




Desde mi corazón
Las cosas que ha dejado la vida en mi fuero interno

Caben en mi corazón tantas verdades como tus labios me ofrezcan. Tantos sueños como sueñes, tanto amor como me infundas, tanta paz como me tejas. Mi corazón hoy es amplio como un caserón antiguo y en sus altas estancias eternizo lo efímero y basculo las cargas que me dañan y pesan; y olvido los recuerdos amargos de mi vida y pongo al aire libre el dolor de sus fechas. Mi corazón es diáfano como un verano quieto y un día de la infancia. Desde él miro a menudo el rastro de mis seres, su frío y sus estrellas.

Caben en mi corazón los versos que he vivido y los que nunca hubieras imaginado tú, porque fueron silencio y los cruzaste a tientas. Caben todos los nombres que alguna vez dejaron en mí alguna estela, aunque fuera de herida o de suma tristeza. Los nombres que sonaban en mi casa, frecuentes, que compartían conmigo la fruta, el pan, la cena. Los momentos hermosos, en los que somos dioses y no nos falta nada y de por sí razonan la existencia: unos rayos de sol, una palabra fiel, un árbol, libertad y la grata emoción de sentirse en la tierra. Mi corazón es manso como un lago de afecto y allí fueron varando circunstancias y cuerpos y voluntades y épocas.

En él preservo aquellas lejanas ocasiones que brillan como perlas. Y recorro de pronto distancias insalvables que la realidad no me brindó o me veta. Me acerco a los distritos que recorrí y conozco. Me reciben los brazos de mi madre. Y me peina y sonríe. Me acaricia y me besa. Y se diluye todo. Y toco su ceniza como cal primitiva. Como luz que protege aún después de muerta. Regreso a los confines donde era mío el mundo. Me huelen los paisajes a esa fe silvestre que nunca más germina ni nunca más se encuentra.

Mi corazón florece cuando te necesita. Porque es humano y terco. Y a lo que huye, se aferra. Asume lo presente. Pero añora y ansía con más pasión y fuerza. Mi corazón es tuyo. Adéntrate despacio, transita sus pasillos. Percibirás tu sombra en toda su llanura y su franqueza. En todos sus recodos advertirás vestigios de cuánto estás en mí. En él avistarás cuántos pálpitos tuyos pulsan en mis latidos. En él descubrirás cuántas veces te llamo, aunque no te pronuncie ni te piense siquiera.

(La Nueva España, 3-04-2014)


Falsa perspectiva 
La melancolía del final del invierno

Me siento a contemplar esta tarde tranquila de domingo que acaba. Son las seis, pero advierto que oscurece de pronto. Los magnolios quizá no sientan como yo esta luz fugitiva y tan escasa. La ciudad es la misma que cruzo día a día, pero un sigilo extraño la dota de una falsa perspectiva. Todo en mí pide voz. Hoy respiro palabra. Regresa una familia del campo con su perro y sus niños. Traen cestos con berzas y ramos de narcisos. Traen bolsas con restos de comida, con mendrugos de pan y trozos de empanada. Los pequeños, manchados de verdín, han caído rendidos. Recuerdo cómo huelen estos lentos domingos de primeros de marzo. Algo vuelve a punzarme entre la realidad y los hilos del alma.

Todo en mí es tosquedad. Desconozco qué soy, la piel que me acoraza. ¿Si mis ojos miraran de manera más agria este cielo que ofrece matices tan humanos, me dolería la vida tan hondo como ahora? ¿Me dan significado estos prunos floridos que, tal vez, menoscabe una nevada? ¿Perduran frente a mí? ¿Si no viera belleza en todo lo que observo sería menos intenso el necesario adiós? ¿Qué percepción mantengo de cuanto me rodea? ¿Por qué no entiendo el todo sin atisbar la nada?

¿Qué les duele a mis manos cuando rozan tu carne? ¿Qué tocan, como temblor de otoño, disperso por tu espalda? ¿Qué habita en ti tan parecido al humo? ¿Por qué te auguro lejos? ¿Eres acaso el tiempo que no he de concluir? ¿Si no estuvieras tú, la oscuridad cabría en lo ancho de la noche? ¿Cuánto dilataría la distancia? ¿Soy sin ti lo que no sé que soy? ¿Me marcaría tanto tener que abandonar los lindes de tu nombre? ¿Tener que no escuchar tu gozo entre el fulgor de la mañana?


¿Y mi boca, qué halla protegido en tus labios? ¿Cuándo sale a tu encuentro, qué la lleva hacia ti? ¿Qué le dicta en silencio tu pasión a mi ser? ¿Con qué fuego lo llama? ¿Cuánto te debo en todo? ¿Por qué no advierto el día antes de comprobar que sigues a mi lado? ¿Qué me impide desgranar lo presente sin más temor ni más desesperanza? ¿Quién me enseñó a evocar antes que a poseer? ¿A perder lo que aún no ha acaecido, a añorar lo que ni he disfrutado? ¿Cuánta melancolía derrocho a cada instante? ¿Por qué si estás aquí presiento que me faltas? ¿Es negación total, es perspectiva falsa?

(La Nueva España, 5-03-2014)

Con mis propias cadenas

Con mis propias cadenas mallé la libertad. Siempre soñé acceder a sus soberanías. La libertad es frágil y voluble. Rotunda y encendida. Como las dolorosas amapolas que surgen de repente en un verso sonoro de Antonio Gamoneda. Hay en la libertad tardes muy desoladas, con pinares ausentes y cielos invernales. Y pájaros oscuros que gravitan y rondan la decepción antigua del poeta. Es endeble y vidriosa. Como la decepción que tocó Gloría un día en sus títeres de agua y en sus mundos de fieltro y en su piel de muchacha afrutada y enferma.

La libertad que habito me aísla de los credos y las filantropías. Me libra de los garfios y de algún que otro adeudo. Y me obliga a ocultarme de la realidad, me somete a un estado de inquietud y belleza. Es parecida a un ático con la luz de un domingo entre la brisa. Me recuerda al amor. A sus ojos inquietos. Libertad joven, limpia. Semejante a su pelo y a su blusa en aquellas hermosas primaveras. Es breve en ocasiones, caprichosa y tenaz, como ola de océano, como Nervo y Sabines, como Rulfo de un faro, como nube en verano que veloz cruza el mundo y anuncia una tormenta.

Y me tiende sus puentes hacia otros corazones. Hacia otros semejantes que aman la independencia. Que no firman contratos ni tramitan usuras ni se venden ni asienten ni se ensucian ni arriendan. Mi libertad me afloja las riendas que no acepta, pero son necesarias para la forma humana. Y me asiste y está siempre entera conmigo, por mucho que jamás se la advirtiera. Me permite cruzar por la literatura y arribar en parajes que aún no están en libros. Preguntarle a Cernuda qué sabe del olvido, cómo reconocerlo, desde dónde hasta cuándo se extienden sus dominios, con qué voto ahuyentar su inminencia.


Mi libertad es mía. Como la piel y el tacto y la mirada. Es una libertad intercambiable, huraña. Me aleja de presbíteros y de los dictadores, sus catervas y tretas. Me envejece y me amolda a su extraño carácter. Pero me contamina con sus infinitudes de albedrío y firmeza. Me consiente sondear los deseos imposibles, rechazar sus antojos. Saborear el pecado. Ausentarme y seguir hacia mí mismo. Observar las medusas que surcan la Odisea. Abrazar el suicidio de Goytisolo y Sylvia. Su eternidad bordeada de espliego y de ciclámenes. Su pasión por la vida, su sed de inexistencia.

(La Nueva España, 19-2-2014)



¿Algo con más luz?

¿Cómo podrán los árboles ser fieles todavía a estos hombres que cortan y dañan sus raíces? ¿De dónde sacarán ese verdor que eleva sus ramas florecidas? ¿De dónde tanto amor al suelo patrio? ¿Cómo respiraríamos sin sus fuelles divinos? ¿Y las aves? ¿Cuántos siglos cantando al borde del rocío? ¿Cuánta puntualidad para anunciar el alba y la estación precisa? ¿Por qué no son tan crueles como somos nosotros y nos pagan un día con la misma moneda? ¿Qué los hace volar; quién cruzar los océanos para tan corta vida? ¿Quién diseña sus alas y su hermoso plumaje? ¿Quién dirige su instinto para volver al seto y a los altos aleros en que anidan?

¿Por qué el mar nos ofrece sus peces sabrosísimos? ¿Qué le damos a cambio más que veneno y barro? ¿Cuánto soportarán sus libres olas ágiles antes de que agotemos su sal y sincronía? ¿Durarán sus columnas de púrpura y cobalto? ¿Veremos sin tardar su fondo a flor de tierra, sus sirenas atadas a un mástil de sequía? Como el fuego, ¿no existe en parte alguna mientras no lo encendemos? ¿O quema al otro lado de nuestra trascendencia? ¿Son sus llamas ahusadas o mis ojos muy necios? ¿Despreciamos su esencia; nos dejará privados de su soberanía?

¿Desde siempre hemos sido tan poco agradecidos? ¿Tanto orgullo nos honra? ¿No supimos jamás reconocer el bien ni ponderar lo humilde ni admirar la belleza sin herirla? ¿Qué restaría del ser si le extirpan su faz de prepotencia? ¿Qué fracción de verdad? ¿Cuánto de indecisión? ¿Desde dónde hasta cuando significamos más que un pétalo, una tizna o un grumo de granizo? ¿Hasta dónde nos cubre la mentira? ¿Sientes, acaso, tú grandeza, si te nombro? Cuando escribo estos versos, ¿te crees la luna llena? ¿Alumbrarías mis noches aunque no los escriba? ¿Prolongan tu presencia los hilos de mi voz? ¿Es menos perentoria tu carne que mi grito? ¿Quién nos dicta las formas de lo que no avistamos? ¿Hay algo con más luz que la poesía?

¿Y el sol, de dónde extrae su voluntad titánica? ¿Cómo se abre camino entre tanta penumbra? ¿Por qué ese sumo empeño en avivar las sombras? ¿Qué piedad causaremos mirados desde arriba? ¿Quién alimentará sus hornos insaciables? ¿Quién bruñirá sus rayos en cada madrugada? ¿Interrogo en exceso? ¿Presumo mi ignorancia? ¿Y mis incertidumbres satisfacen las tuyas? Nada conozco. Nada puedo afirmar como afirmé hace años. Quizás pretendo mucho en esta estancia exigua.


(La Nueva España, 22-01-2014)


Año necesario

Tendrá que ser pronto, porque es necesario. Ahora, quizá, sin demora alguna. Sin más dilación. Reventará un año y emergerá un mundo diferente y próspero. Una sucesión de siglos triunfantes. Un ciclo propicio para los jirones de la libertad y las trabazones de los sentimientos. Una época íntegra con aire muy puro y corazón sano. Y de este futuro tan próximo y ruin, tan opaco y frío, tan mediocre y yermo, tan timado y lúgubre, haremos pasado. No puede atrasarse. Ha de suceder. Tendrá que ser ya. Urge su llegada. Estamos cansados.

Volverán los campos a sentir el silbo de los labradores, la azada el grosor del hambre y la siembra, y el amanecer el canto del gallo. De nuevo estarán los pueblos repletos de humanos radiantes, las aldeas pobladas, las cuadras calientes del vaho del ganado. Los altos graneros colmados de viandas. Y las chimeneas humearán todas al caer la noche, cuando los hogares enciendan la hora del fuego sagrado. Volverá el bullicio de los lavaderos y el rumor de brisa de la ropa blanca. Y la voz obrera del que anuncia el pan, día a día, temprano. Y la primavera con su pensamiento fulgurante y regio, con sus carruseles de deseos silvestres y fragancias púberes y tardes larguísimas y horizontes amplios.

La tierra pondrá su benevolencia. Lo mismo que el agua, la espiga y el árbol. Así como el clima, la salud y el grito. La sombra, el respeto, el otoño, el sol, el afecto, el canto. Y por vez primera sobrarán recursos para la equidad y el contentamiento. Cada cual tendrá lo mismo que el otro, como cinco dedos hay en cada mano. Abundarán aves, frondas, peces, bayas. Buena voluntad, tesón, tolerancia. Y caminos fáciles portarán vigencia a los relegados. Nunca será poco lo que es suficiente. Nunca faltará lo fundamental. Jamás el exceso hará tanto daño.


Un transcurso blanco como nieve blanca. Un espacio limpio cual arroyo intacto. Con luz, con moral, con honestidad, plenitud y credos. Querremos vivir, dilatar los meses, prorrogar los años. Unos seres nuevos, proclives al bien, con hondos sentidos, que procurarán a todo su esencia, a todos, su espacio. Todo con el mérito que le corresponda. La luna, su cielo, la paz, su infinito. Los padres, sosiego, el joven, trabajo. Pero apremia el tiempo. Andamos perdidos. No hallamos salida. Ha de ser muy rápido.

(La Nueva España, enero 2014)


Distancia entrañable

Qué humano y justo poder mantener siempre un poco de ternura, poder estar ahora como hace algunos años, con la ilusión rociándonos el rostro, bajo la luna llena de estos cielos inmensos, bajo el albor altísimo de sus luceros álgidos. Juntos, con deseos tan limpios como entonces, serenos y confiados, con cariño en las venas, con tan poco y con tanto: para el agua la sed, para el sueño el futuro, para el frío el abrazo. Y que en nuestra cocina volviera a haber ‘pitinos’, en cajas de cartón, al calor de una lámpara –que no consume mucho– que mi padre ha traído del trabajo. Aunque hubiera en la noche humedad en las sábanas y vaho en la pared y temor en los sueños y ratones arriba, en el desván, hurgando.

Qué feliz aquel tiempo que transcurrió hace tiempo. Qué distancia entrañable la que media entre ahora y lo que ha terminado. Qué imágenes más sólidas las de lo inexistente. Qué hermosos paraísos guardaban nuestros cuartos. Qué sabia y duradera la voz de la familia. Qué honrados sus preceptos. Qué breve la presencia de los antepasados. Todo estaba en nosotros con su aparente nada. Pero nos enseñaban a imaginar a verdades, a huir de lo real por útiles atajos. Creíamos que el viento viajaba por amor. Que el humo era el que daba consistencia a las nubes. Que el cielo tenía bosques y playas y verano. Pensábamos que dios conocía nuestros nombres. Que bajaba a escondidas a nombrar a los ángeles. Y que ser inocente jamás sería pecado.

Qué menos que no haber dejado en el camino lo que necesitamos para seguir andando, lo que cada mañana nos falta entre la luz, nos duele sobre el cuerpo, nos agarrota el aire, nos amilana el paso. Qué menos que olvidar, si debimos saberlo, que ha de desvanecerse cuanto ven nuestros ojos, cuanto nos acompaña una tarde o la vida, cuanto tocan los dedos, cuanto rozan los labios. Que sólo el mar, la roca, la montaña, el crepúsculo carecen de un final posible y ya marcado. Que todo lo demás es carne, edad, momento, sustancia que caduca de repente, materia que no admite más estados.

Qué humano hubiera sido, qué justo, no despedir tan pronto la sencillez primera, permanecer más años en los primeros años. Y abrazarse sin prisas ni límites ni leyes a lo que, de otra forma, no volverá a estar cerca, a los que nos abrieron el inicial abrazo.


(La Nueva España, 11-12-2013)


Versos por siempre

Versos de oro para la orientación de tu mirada y las palabras que nunca más se digan. Para los adversarios de la desilusión. El mundo está vacío sin poemas que canten la verdad y el misterio de estar vivos aquí, sobre la tierra. Versos que nos mantengan aún con el deseo de amanecer a diario y abrir, de par en par, la vida. Que salvaguarden la blandura del pan y el linaje esponjoso de las frutas. Y oculten el aroma de los días de frío junto al fuego. Y nos hagan seguir, muy pese a todo, en pos de la armonía y la belleza.

Versos que actualicen la pena de quien incide en crímenes y oscurezcan sus noches más que la soledad y la tristeza. Más que la desazón y la tortura. Más que la enfermedad y el infortunio. Que filtren en su carne como un tatuaje atroz de maldición rotunda y le pudran la sangre y le roan la lengua. Poemas que nos cambien de pronto, por completo, que nos vuelquen el corazón y rompan definitivamente las torpes ataduras que nos prenden. Que nos cieguen los ojos con luz desprevenida y amor en hebra.

Versos que permanezcan hasta la última rama de la genealogía, mientras que exista un pájaro, un águila, una estrella. Y prolonguen el brillo de nuestra brevedad, los frágiles vestigios de la ralea humana. Y expliquen el por qué de nuestra condición y nuestra decadencia. El por qué de lo que somos y de lo que nos une. Que sean testimonio de lo que no supimos amar como debiéramos. De lo que no quisimos honrar como podíamos. De cuanto no entendimos ni miramos tan solo. Poemas donde se oiga cómo afloran las fuentes. Cómo acuden puntuales los ocasos. Cómo abre sus pétalos el sol de primavera.

Poemas desde hoy hasta la libertad. Mensajes que esparzan como una bruma dócil la manida esperanza, necesaria esperanza de integridad y épocas, de proyectos y rutas que generen resuello y lucidez y júbilo. Vocablos nuevos, tentadores y ardientes, capaces y certeros. Ajenos a las riendas del poder y a las falsas promesas. Poemas que apetezcan como un abrazo hondo, como un cuerpo muy joven, como un susurro grato, como un soplo de aire, como agua muy fresca. Versos que nos inquieten y nos derrumben, que nos ensueñen como nanas de antaño, como lugares gratos, como lustros muy prósperos, como voces abuelas.

(La Nueva España, 27-11-2013)



Hoy, por compromiso



No vengáis tantos. Nos gusta el silencio. Preferimos días tranquilos y solos. Luz de otoño quieta, mañanas serenas. La triste rutina de los cementerios. No vengáis todos, no sirve de nada. No nos favorecen vuestros cuchicheos. No nos hacen bien vuestras asechanzas. No nos interesan vuestros altercados. Os agradecemos más un pensamiento. Rompéis la paz que nos adormece. Mancháis el césped que nos salvaguarda. No vengáis con trazas de ir a una gala. Nos viste la tierra y nos cubre el cielo. Noviembre no es más que un mes taciturno. No vociferéis a modo de fiesta. Perturbáis la calma que acuna a los muertos.

No vengáis hoy y luego ya nunca. Quedamos más lánguidos tras esta jornada. No nos celebréis tan en un instante. Es aún más vacío el vacío siguiente. Es más agradable un leal recuerdo. No vale de mucho tanta flor vistosa, tanto maquillaje de rostros y lápidas. No surten efecto esos cirios rojos. De nada nos salvan estas ceremonias. No nos benefician tantísimos rezos. No traigáis aquí cizañas y cóleras. No descompongáis nuestra compostura. Respetad los lindes de esta exigua estancia. No nos acuséis con remordimientos. No vaciéis las iras ni los arrebatos. No poséis aquí inmundicia alguna. Nada de la vida incumbe a los muertos.

No os acerquéis hoy por compromiso. No nos custodiéis por obligación. Nosotros captamos el mínimo gesto. No necesitamos ni elogios ni llantos. Ni penas ni halagos. Ni besos al aire. Ni abrazos caducos. Ni falsa añoranza. Cualquier otro guiño nos es más sincero. No seáis igual que todos los otros, que cuantos nos lloran demasiado tarde. Que todos aquellos que nos ignoraron mientras fuimos carne, sangre de su sangre, cabo de sus cuerpos. Nada del pasado penetra en la tierra ni memoria alguna persiste en los muertos.

No tenéis por qué sentiros en deuda. Ni cruzar las manos ni golpear el pecho. Ni rogar a dios con plegarias vanas. Ni nombrarnos tanto instintivamente. Ni abrillantar este simbólico mármol. Dejadnos seguir en nuestro sosiego. Dejadnos soñar nuestra noche eterna. Miradnos así, en nuestro reposo. Pensadnos así, desde la distancia. Huele demasiado a cera y mentira. Suenan desgastados los mismos rosarios. Algo en vuestras preces que nos causa un gran tedio. No temáis, aquí no habita el rencor ni zumba la inquina. Ni punzan los odios ni prenden ponzoñas. Nada pernicioso traspasa los muros. Nada miserable inquieta a los muertos.

(La Nueva España, 1-11-2013)


Así era octubre
Semblanzas del mes que transita hacia el invierno, la oscuridad, las sombras


Crisantemos al borde de los setos. A un lado de las huertas, atados con cordeles, crisantemos. Eso era octubre. Sol que resplandecía en los membrillos dejados en el árbol. Calor extraño que despistaba a las lagartijas. Campanas de la tarde que tocaban a muerto. Maíz que ya esperaba las hoces de los hombres. Un roto espantapájaros entre la soledad. El eco persistente de un verano acabado. La mar incontrolable como una fiera en celo. Preludio de mareas y de bancos de ocles. Augurio de unas «ruchas» cargadas de botellas y sacas y cordeles, maderas, tanza, anzuelos.

Camadas de muchachos camino de la escuela. Carteras a la espalda, con hebillas metálicas, de cuero ya gastado y muy reseco. Jerséis de lana gruesa tejidos por las madres. Trencas con caperuzas y el interior a cuadros. Zapatillas, madreñas, botas de goma negra. Erizos de castañas tirados por el suelo. Perfume de la higuera como a hogar entrañable. Vecinos que madrugan y van con sus rutinas. Estrépitos de pegas en todos los arbustos. Grana de los anises, cebo de los jilgueros. Prados que ya blanquean. Arroyos que retoman su rumbo y su corriente. Sabañones que punzan. Ganado que nos mira como ignorando vernos.

Noche muy destemplada. Y oscurece muy pronto. Crepita en la cocina la voz del fuego. Hay algo parecido a una alegría triste. Algo así como pena muy oculta entre calma. Pende sobre la chapa el tendal del invierno. Ropa interior, rodillos, calcetines, gamuzas, camisones, visillos. En la mesa apilados, los libros nuevos. Los hojeamos despacio, con cuidado y asombro. Los tocamos, olemos, con emoción y miedo. Vamos cortando el plástico. Medimos, ajustamos. Doblamos las esquinas por dentro de las tapas. Nos sentamos encima para que queden tersos. Hablan de ecosistemas, de los grandes valores, de verdades de siempre, de los poetas más célebres del mundo. De Rosalía, de Lorca, del joven de Orihuela. Los firmamos con letra de molde y mucho tiento.

Así era octubre. Sendas, cubiertas de ocres, hacia el invierno. Pollos que van creciendo con calor de bombillas en una caja, muy cerca de la lumbre. Luces que perseveran a media fase. Disparos, cartuchos, cazadores y perros en los domingos. Miedo. Muchas gamas del miedo. Miedo a la nada, miedo a la eternidad, miedo a la desazón, miedo a la orfandad, miedo al pecado, miedo a la cielo y a la tierra, miedo a la religión y a los demonios, miedo a los truenos.

(La Nueva España, 9-10-2013)



De Gozón y sus sitios
Semblanza en la memoria de los rincones de un hermoso concejo


De Bañugues recuerdo la vida entre gaviotas y güinches que giraban sobre brea y nordeste. Y aquellos chatarreros con furgones muy viejos, que rompían el silencio voceando qué compraban. Y radiantes mañanas como ilusiones nuevas. Y lanchas, bien pintadas, con nombres de mujeres. La Ribera, Cerín. La sirena de Peñas, con su ronco lamento. La calma de El Llugar, La Quintana y la escuela. La tienda de Benina. La bruma mañanera que tapaba Llumeres. De Luanco, Santa Ana, su blanco cementerio entre eucaliptos altos. El Crucero y Falín, con carbón siempre a cuestas. El gris economato. La cochera y los Roces. La conservera, el ruido de sus máquinas lentas. Don Ignacio y la fiebre. El Adel. Las Delicias. La Hestoria y sus bohemios. Y el olor a tergal de grandes almacenes.

De Bocines y Cardo, los prados extendidos, sus huertas cultivadas, sus casonas antiguas, con palmera y balcones, sus cuadras gigantescas, sus paneras esbeltas, toda su superficie como riqueza en ciernes. Y el cuerpo de Antromero, amante de la playa. De Nembro aquel ramal que lleva a Susacasa. Y la loma de Busto, que nunca se divisa. Y las fincas hermosas que lindan con Balbín. Y el molino del cruce que había en Faraguyes. Y los molinos de agua de San Jorge de Heres. Heres, horizonte y maizales, primavera y verbenas, Gelaz. Ladia y su carro con berzas y con leche.

En Viodo estaba todo. El Ferrero y el vértigo. Solarriba, Tezán. Caminos conocidos, caserías muy prósperas, seres inolvidables. El pan más delicioso. Viodo fue grande en mí. Había tanta luz como ahora tanta muerte. Y de Verdicio aún veo la iglesia que se asoma, las dunas que admirábamos, el viento de Tenrero, las curvas que conducen a Podes y a su gente. El Caleyón, mi infancia, Jesusa, Adolfo, agosto, la leche recudida, el candor de Avilés, el corredor que mira la silueta de Ambiedes. Ambiedes, lejanía de donde viene el médico y allí donde mi tío descansa eternamente. Atajos que se escurren por el suelo de Vioño. Lindes de Manzaneda, pomaradas inmensas que suponen el mundo, palacios escondidos, castañedos que cercan la mudez de Budores, matorrales que envuelven el pasado y sus puentes.

Laviana y sus fronteras, Zeluán, Endasa, Nieva. Qué largo aquel trayecto que hicimos tantas veces. Siderurgia y canteras, tolvas, fábricas, dragas, grúas descomunales, barcos, óxido, humo. Parroquia en la que acaba la gama de los verdes. Gozón, hierba, salmoria, acantilado y raza, comarca que resurge, tradición que perece.

(La Nueva España, 8-9-2013)


Son más que yo
Sensaciones de una plácida tarde de verano


Fotografía: OJODIGITAL.National Geographic España (eustymarsa)

Sábado. Agosto. Dos mil trece. Me siento a contemplar el sol que ya se extingue. Hay un rumor de casa en todo el pueblo. En tardes como esta bulle algo muy hermoso semejante a la vida. La hora del regreso, la casa acogedora, el olor de la cena. La candidez del día ya oscurece. Todo desprende mansedumbre y oro. Todo es inaprensible, grandioso, casual. Nada a mí alrededor menos endeble. Me sobrepasa cuanto existe y observo, cuanto calla y me ignora. Y entiendo que soy yo el que apenas conoce el por qué estoy aquí, tan sin sentido a veces.

Todo es muy superior. Me aventaja el gorrión que salta hasta las migas que pongo en el alfeizar. La higuera que, tranquila, espera hasta septiembre. La abeja que recorre las corolas del alba. El perfil de la noche con sus viejos contornos. Las hebras de la brisa que pasa suave y leve. Todo posee arraigo y entereza. Todo es continuidad, respuesta y testimonio. El pozo y el brocal. El poste y la alambrada. El fuego, la ceniza. Los tallos y la rosa. La espina que protege. Fluye en todo más voz que en mi palabra. En todo más verdad que en mi presencia, porque todo es impulso y situación. Todo un mínimo afán de lo aparente.
Son más estas hortensias que cada año retoñan. Más esta telaraña perfecta como un día, tan breve y consistente. Estos cuervos que cruzan la altura del verano. Este suelo donde hunden su eternidad los robles. El libre camachuelo, con su lamento grácil. Más, son mucho más los grillos, las chicharras y estas solas luciérnagas que encienden. Más que yo en esta noche, bajo esta magnitud de estrellas que salpican el cielo inabarcable. Más que yo que no ofrezco ni un poco del misterio y el aplomo que ofrecen.
Dicen más. Significan y asumen su temor y sus límites. Constituyen mejor la entidad que los nombra, el cuerpo que los finge, la tez que los contiene. Cualquier tramo de luz, cualquier gesto de roca, cualquier tímido musgo, cualquier fruto carnoso me fascina y excede. Porque son lo que indican su quietud y su inercia, lo que mira la tierra, lo que lava la lluvia, lo que el frío transita, lo que el amor intenta. Son lo que acaricia el aire, lo que carga el vacío, lo que conforma el todo, algo que yo no puedo casi nunca por siempre. 
(La Nueva España, 21-8-2013)


Nadie responde



¿Esta luz de la vida a qué se debe? ¿Por qué despiertan hoy las rosas tan radiantes? ¿Quién se encarga, temprano, de verter la belleza? ¿Qué fluye en mi interior con aspecto de bruma? ¿Qué empaña mis sentidos? ¿Por qué esta terquedad, por qué esta obsesión mía en apagarme? Abre el hermoso día con su canto de pájaros. Noto al alrededor mío formas, volúmenes, trazos mucho menos fingidos que mi cuerpo, mucho más duraderos que mi carne. ¿A quién le pertenece esta mirada? ¿De quién son estas manos que avalan lo que ocurre? ¿Por qué vuelco en mi sombra la piel que me define, el breve albor de mí? ¿Adónde he de llegar sin ser lo que detesto? ¿Cuándo seré capaz de hacerme frente, oírme, sentirme y aceptarme?

Y el tiempo? ¿quién dirige sus bridas inflexibles? ¿Hasta dónde conducen sus ansias insondables? ¿Por qué perdura más la llaga de su huida que la plata posible de su actualidad? ¿En qué se fundamenta su tarda prontitud? ¿Por qué recuerdo tanto lo que no hemos vivido? ¿Por qué añoro mañana lo que ahora aborrezco? ¿Cuándo es muy pronto o ya, definitivamente, tarde? ¿Por qué voy hacia atrás, quién me llama a menudo; qué resplandor es ese que se derrumba allá, como un alud inmenso de memoria? ¿Es esta la manera de no asentirme nunca? ¿La más honesta muestra de mi desconfianza? ¿Acaso una condena tal como la costumbre, el tedio, la indolencia, la angustia o el carácter?

¿Cómo sé cuánto amor me queda junto a ti? ¿Cómo inserto más yo en las causas que te hacen desearme? ¿A quién elevo el resto de la voz que te he dado? ¿Podremos terminar a la vez el trayecto? ¿Por qué no nos revelan el fin desde el principio? ¿Y si así fuera, entonces te admiraría más hondo, sabedor de la marcha? ¿Te encontraría de nuevo, incluso mucho antes? ¿El adiós nos limita; nos condiciona esta precaria permanencia? ¿Percibimos el aire, conscientes de la asfixia? ¿Evocamos el humo cuando se desvanece? ¿Contorna nuestros ojos la muerte inevitable?

Tantas incertidumbres para tan nimio lapso. Tanto dolor intenso en tantos corazones. Tan grande humanidad con tan poco coraje? ¿A quién interrogar? ¿A quiénes requerir que rindan cuentas? ¿De dónde esta negrura, este incesante acoso quién lo nutre? ¿Quién abastece el mundo con su maleficencia? ¿Quién hay? ¿Qué es este silencio? ¿Quién lo escribe en mi nombre? ¿Qué señales debiera pronunciar su mudez? Nadie responde. Nadie.

(La Nueva España, 8-8-2013)


La eternidad de cada instante



Despertar de domingo. Vienen a la terraza unos jilgueros. Junio no alumbra mucho todavía. Está el sanjuán en flor como todos los años. Como todos los años, al oler su dulzor, me asalta alguna imagen, me inunda algún recuerdo. Escucho como un eco de gaviotas y espuma, como un zumbido extraño que me rejuvenece y me acerca a las costas de la irrealidad, a los viejos contornos de mi pueblo. Pero no es más que un halo de ilusión. Estoy en la ciudad, encerrado y sin muchas perspectivas. En la ciudad la vida está muy lejos de la vida. La luz llega con pesadez de cárcel, el aire es más opaco, artificialmente verdadero. Los domingos son días muy extraños, aburridos, plomizos, sin más encanto apenas que el asueto.

Me asomo a la mañana y reconozco la brisa que se adentra a través del asfalto, las flores de esta época en los prados que avisto. Gamones muy erguidos, margaritas y zarzas, dedaleras y matas de achicoria y de brezos.  Tengo la sensación de que ignoro qué fin me han otorgado, de que soy más fugaz que una ola del mar, de que todo es equívoco y ocasional y breve, de que por eso actúo por impulsos y miedos.

Domingo de verano. Es muy temprano aún. Por la calle transita poca gente.  Adolescentes mustios que regresan a casa tras la juerga nocturna y algún madrugador que viene, tan puntual como otros días, de su puntual paseo. Este mismo paisaje, tejados, toldos, cúpulas, horizonte brumoso, rosas que se despiertan con la primera brisa, me resulta familiar y sereno. Como siempre, echo en falta más tiempo para estar menos tiempo contando los instantes, su eternidad efímera, su belleza sin límites. Intuyo, igual que siempre, que aunque me dicen libre, me advierto preso. Que aunque lo tiento todo, bienestar, plenitud, palabra, espacio, asombro, olvido, soledad, poema, amor, renuncia, flor, existencia, hallazgo, cabe en todo el vacío, algo emerge inexacto, algo me hace pequeño.

Es posible esta paz con esta paradoja. Posible y duradera la prófuga evidencia de este destello. Es ahora ese nunca que jamás nos retorna; que se funda y derrumba como un reino gentil, como un candor que explica la nada en que consiste la esencia majestuosa de cada negación, la vastedad inerte de todos los momentos. Es posible. Es posible mi canto desvelado y mordaz sobre la  ensambladura de tus convencimientos.

(La Nueva España, 26-06-2013)


Crónica de un ahora infinito
La cómoda complicidad del silencio



En tanto que el buen tiempo no acaba de llegar y en tanto que yo escribo estas líneas tan simples, el mundo pide auxilio desesperadamente. Resquebraja la paz, se desploma el terruño. Ni un rayo de luz. Y nada nos importa mientras no nos afecte. Y nos escabullimos como aturdidas bestias. Nadie asiste al dolor mientras no le duele. Somos así los hombres, egoístas y necios. No sé por qué no quiero saber qué es lo que pasa. Ni sé por qué me escudo en el alejamiento. No entiendo por qué somos tan cómodos y sordos, tan uno algunas veces.

Mientras pasa la tarde y homenajean a un monje, continúo indiferente. Tan al margen de todo, como si nada hubiera de sucederme a mí, como si no tuviera que ver nada conmigo. Sigo tan impasible, mientras un aristócrata que ha robado millones se ríe de su sombra y se declara casto e insolvente. Mientras el hambre pide limosna en mi portal. Y queman los vehículos a unos desconocidos. Y un loco mata en plena mañana a dos parientes. Y arrestan a unos hombres con un arsenal de armas. Y una madre se ahorca abrazada a sus hijos. Y unos capos debaten, con insultantes tópicos, sobre el negro futuro de manera insolente.

Así de imperturbable, tumbado en mi sofá, cuando sobre el alféizar un gorrión picotea las migas que he tirado y escucho que han matado a trescientos civiles en otro continente. Y que no hay personal para atender heridos. Que en agosto serán muy buenas las ofertas de vuelos a las islas. Y cada día se van doce jóvenes más al extranjero. Que suben los recibos de la luz, el pan, el agua y el aceite. Que han metido en la cárcel a la joven que hurtó los chicles en un súper. Y en sendos atentados han perdido la vida treinta y cinco personas. Que los interceptados con alijos de coca eran ilustres jueces.

Así de ajeno a tanta desolación y ruina. A esta realidad prejubilada, corrupta y enfermiza, a punto de extinguirse o de establecerse. A familias que son echadas de sus predios. A mil manifestantes por minuto y ciudad. A regentes que sisan cuanto les apetece. A menores violados por beatos presbíteros. A mendigos que ya superan al obrero. A maltratos y estafadoras leyes. Así de inconmovible ante tantos desastres, decadencia, mutismo. Ante tanto cuatrero condecorado y noble. Así de al margen. Ante tanta herejía de impecables creyentes.

(La Nueva España, 5-6-2013)


Eco engañoso
Reverberaciones en mayo

Mayo. Color reciente sobre las crestas del rinanto. Campos desbocados que lindan con la infancia y con el aroma núbil de las espineras. Páginas indescriptibles de resonancias nuevas sobre las ramas de los árboles. Agua de las últimas nieves que desciende tan límpida como las alas de las libélulas. Sol joven en todos los caminos, brisa muy blanda en todos los destinos. Luz con los visos de la mentira. Vastedad de misterios en la naturaleza: ¿quién tutela el empeño de los ríos; quién pliega los sudarios del crepúsculo; a quién dirige el humo sus fragmentos; quién rubrica el grosor de las cerezas?

¿Por qué nos han impuesto esta forma humana tan inexpresiva, quién nos ha decidido, quien ha dado la venia? Si fuéramos montañas, nos heriríamos tanto como somos capaces bajo esta indumentaria de quebradizos huesos? ¿De quién depende el resto de mi vida si aún no he desvelado las manos de quien guarda las horas ya pretéritas? ¿Por qué no me han nombrado orilla o mar o puente o retama o silbido? ¿A quién le recrimino el no ser pedernal o frío del invierno o aullido de alimaña o altiplanicie o vega? ¿Dónde puedo buscar lo que no ha de ocurrir, en dónde averiguar lo que está destinado a no coincidir nunca con mi breve existencia?

¿Hasta dónde las licencias ilícitas del eco? ¿Quién es él para apropiarse, prófugo, de mis vocablos? ¿Dónde posa mi voz, a quién la entrega? ¿De quién es ese espectro que repite en voz alta lo que ni aún he escrito, lo que pienso y desdice, lo que comprende apenas? ¿Por qué me lo divulga si apenas me conoce? ¿Por qué imita, con su tono luctuoso, a las lóbregas aves de mal agüero? ¿Y qué sabe él de mí, por qué me juzga si ni hubo un abrazo tan siquiera? ¿Qué signos son aquellos que brotan sobre el lomo de mis dudas, son calumnias en flor o despecho y rencor? ¿Cuándo cesará el odio y esta rivalidad que nos gangrena?

¿Qué aprendo cuando lanza su canto el petirrojo? ¿La rutina del cielo qué me enseña? ¿Qué deduzco de la esbeltez del trigo? ¿Qué amapolas comparten la herencia de mi sangre? ¿Qué sé de la belleza? ¿De qué me sirven, de estación a estación, estos años aquí, con la habitual sospecha de una contrariedad siempre muy próxima, si, ya por condición, desconfío del ser que está más cerca? Mayo. Calas blancas en torno a los regatos. Grillos y saltamontes. Memoria, única guarida de la inocencia.

(La Nueva España, 15-5-2013)



De libris
Todo lo que saben y hacen los libros


Conocen la vida mejor que nosotros. Y hay seres humanos menos verdaderos. Pronuncian belleza cuando es necesario y mienten más noble que cualquier mentira. Visitan a presos y saben sus penas y conocen todos sus remordimientos. Y nos corroboran las desconfianzas. Y nos contradicen en las obsesiones. Y construyen reinos y soberanías y países justos que no decepcionan y tierras felices como antiguamente. Derriban argucias de los mandatarios. Denuncian metáforas de timo y veneno. Y nos trazan rutas por los arquetipos y nos embelesan con sus perspectivas y nos encarrilan en sus contingencias o nos amilanan con sus contratiempos.


Difunden ternura, desprenden rencor. Asumen las culpas, corrigen los traumas, inventan paisajes, reconstruyen llamas. Son como la voz, ráfaga espontánea, trasluz desde el alma hasta el pensamiento. Son en cada página libres y capaces. Se escapan del mundo, huyen de sus lindes, conquistan el siempre. Visitan las ruinas, describen sus mármoles, entran en sonoros palacios del tiempo. Pasan sin reparo del hoy al mañana, bajan al ayer sin nostalgia alguna y beben su aroma y besan sus hules y abren sus balcones, se asoman al humo y abrazan el hálito de prendas queridas, tientan el espacio de todos los muertos.


Deciden finales que la vida oculta, descartan congojas que el destino tensa; acortan el hilo de los desconsuelos, extienden las épocas de amor desmedido. Poseen registros como la memoria y desencadenan subjetividades. Serenan las horas con palabras dóciles, excitan las púas de los sentimientos. Abren miradores jamás concebidos, permiten acceso a lo inexistente. Responden a enigmas, desentrañan miedos, emiten reflejos que te identifican, confiesan reparos que nos avergüenzan. Son madres nutricias, experiencia en alza, aspas poderosas, sagaces espías. Intuyen el ánimo. Saben del silencio.


Toleran, respetan, acogen las manos de cualquier extraño, veneran lo blanco y adoran lo negro. Indagan porqués, comparten carencias, sacian ansiedades, alivian el llanto, ceden emociones. Hablan los idiomas de todos los términos. Quedan en nosotros, penetran muy hondo, marcan un transcurso, un día preciso y los recordamos como algo muy nuestro. Duplican los seres y las existencias, facilitan tránsitos y mapas lejanos, rescatan sabores y predicen éxodos. Bendicen la paz con ritos arcaicos, improvisan templos para los poemas, preservan los pueblos con versos eternos. Curan con sus fábulas, adormecen, cuentan lo que pasa, sueñan lo que falta, lo mismo que un lloro, igual que un deseo. Salvaguardan nombres, costumbres, esencias. Mantienen los rasgos de lo primigenio.

(La Nueva España, 24-4-2013)



Ubi erunt?
Preguntas al aire en busca de respuestas.



Qué habrá sido de todo lo que ha sido? ¿Y aquello que no fue en dónde permanece? ¿Qué de los nombres que ardían cuando los pronunciábamos; de los brazos que abrían tan pronto el sol brotaba, de los presentimientos abatidos? ¿Qué muere cuando se muere? ¿Quién abre las imponentes compuertas del dolor? ¿Quién habita en el luto; quién sobre la superficie del olvido? ¿Dónde queda el paisaje que miramos, dónde las estaciones desprovistas? ¿Quién ocupa los sueños que movemos, quién la vida que hasta entonces vivimos?

Lo que la noche encubre, ¿dónde se manifiesta, cuándo materializa sus designios? ¿Cómo será, a la luz, lo que no imaginamos? ¿Cómo la sombra de lo más transparente? ¿Qué perfil mostrará el futuro más próximo? ¿Si el silencio sonara, qué obraría en cada instante, qué en cada pensamiento; cuántas palabras nuevas, cuántos callados gritos? ¿Nos parecemos algo a lo que deseamos; nos acercamos más a lo que aborrecemos o a lo que perseguimos? ¿Quién dictamina nuestras voluntades; quién endereza nuestras decisiones; quién fragua nuestros credos; quién da capacidad a nuestros silogismos?

¿Quién sabe ciertamente a qué ha venido y por qué ha de partir y el qué de mientras tanto y el para qué desde un principio? ¿Merecerá la pena reconocerse nieve? ¿Ser roca es más intenso? ¿Es más larga la espera que la costumbre? ¿Más profunda la herida que el entusiasmo? ¿Menos punzante la distancia que el cariño? ¿Cuánto mide el amor; quién traza sus volúmenes, quién pule sus costuras, quién decide sus dunas y sus siglos? ¿Por qué la libertad y el amor no armonizan? ¿Por qué no se acompasan sus agujas? ¿Y el odio dónde incuba? ¿Por qué no desguarnece? ¿Quién sigue apadrinando sus fases monstruosas, sus rizomas endémicos? ¿Quién diseña sus rutas, quién lima sus cuchillos?

¿Cómo será el ser un ser inexistente, siempre lejos de ti, siempre vacío constante, siempre impresión de espíritu? ¿Qué llevaré en los ojos, con qué imagen iré a las amplias regiones de la nada? ¿Qué pensará la música cuando nos separemos; y qué la luna y los espacios, qué la indiferencia de la mar y los ríos? ¿Qué sucede al otro lado de la soledad; quién dicta su mudez, quién sostiene sus murales de humo? ¿Dónde se pierde el contorno del mundo, a qué altura no se percibe la angustia de la tierra? ¿Qué nos sucedería sin memoria, qué sería de las cosas sin olvido?

(La Nueva España, 10-4-2013)

Albacea de nosotros


Cuando la primavera no pueda volver ya, que alguien grite cómo eran estos campos a mediados de marzo, cuando el sol se apasiona y en la luz se desgrana un estremecimiento parecido al amor y sus deseos. Que alguien lea en voz alta el gozo de los pájaros al despertar el día y disperse los nombres de los frutos primeros. Que alguien pose la púrpura del pruno y los cerezos en las formas del aire y declame el aroma de la paz que el manzano encomienda a sus flores. Que se escuchen el oro y la fosforescencia de las prímulas nuevas y en los caminos vibren ecos del labrantío y del estiércol.

Que alguien lleve alegría a los condados cuando no sea posible que broten los sanjuanes, el laurel y el saúco; cuando sea impensable que aniden los jilgueros. Y escriba el centelleo del agua que desciende de las cumbres nevadas todavía. Y divulgue el chasquido del espino bajo el calor intenso. Que no dejen de oírse las verdades que ahora enuncian los pinares ni las vastas metáforas de la mar desbocada. Ni el horizonte tímido, con su idioma quimérico. Ni callen los galopes del nordeste intranquilo ni el alto pentagrama de las aves que vuelan, exhaustas, desde Túnez. Ni el rebaño lozano que pasta el césped tierno.

Cuando no nazcan rosas porque ha muerto la estirpe de las rosas que no falten adverbios encarnados que testimonien siempre su prestancia. No se ausenten del todo ni el alivio del lirio ni el cardo solitario ni el mentol del romero. Ni las inestimables miniaturas que puntean la belleza: la violeta, el hisopo, las malvas, las espuelas, el llantén, las verónicas, el trébol y el eléboro. Que algún propagador se pronuncie albacea de la serenidad de aquellas tardes de grillos pertinaces y cielo inmenso. Y pueda referir la miel que aún respiro cada vez que lo evoco y lo siento tan lejos.

Que insista siempre alguien, que alguien preconice el esplendor ingente que iluminó estos siglos, que reincida alguien en tanta perfección, en tan gran libertad y en tanto menosprecio. Que no se hunda el firme de tanta exactitud, que no desaparezcan los atlas de la niebla ni el nácar del rocío ni el clima saludable ni sus muchos linderos. Que exalten la pureza de lo que no intentamos mirar con obediencia, de lo que no quisimos querer con lealtad, de lo que no supimos respetar con respeto.

(La Nueva España, 6-03-2013)

De lo que echo de menos


La vida verdadera, la vida que vivía, con las tardes sin prisas y el manzano florido en medio de la huerta. Las mañanas de marzo, con la mar muy tranquila y la bruma marchando despaciosa hacia el norte. El furgón del lechero, madrugador y alegre, que nos saluda a todos camino de la escuela. La voz del panadero, que grita desde lejos pan caliente y borona. Los cantos en las cuadras, con la luz encendida, mientras limpian las vacas y les dan alimento y las ordeñan. El olor a cocido que todos los hogares desprenden muy temprano.  El solo afilador, que afila los cuchillos y remacha sartenes y arregla las cazuelas. Los prados habitados, en cualquier estación. Las sílabas del aire por entre la cintura de la hierba.

Ilusiones sencillas, esperanzas pequeñas, días iluminados por la luz de algún sueño que no se cumplirá, mas nos tiene despiertos. Atardeceres hondos y madres que nos llaman y fragancia de higueras. Marineros que llegan con las cestas repletas de refulgentes peces sobre camas de helecho. Obreros que circulan en bici con dinamo y gesto de cansancio y pinzas de la ropa en las perneras. El bullicio en los chigres, sus mostradores largos, donde se habla de todo, aunque nada se diga. La noche y su cobijo, la grata compañía de los seres queridos y la sabrosa cena.

La quietud del presente, su extensión perdurable, el futuro que apenas se concibe ni inquieta. Hortalizas robustas, frutas deliciosísimas que penden de las ramas, rocío en su volumen. Labradores serenos con manos como azadas y piel como paciencia. Ganado manso y lento. Pueblos con casas llenas. Aldeas revividas, paredones y fincas. Paredes encaladas. Caminos con destino. Niños cuyo alboroto despierta a las estrellas.

Echo de menos todo. Como un hombre que añora lo que pierde. Como un hombre que busca lo que falta. Como un perseguidor de las ausencias. Echo de menos luz. La claridad con la que despertaba. La candidez con la que amanecía. El sentimiento con el que me adormecía. Echo de menos el grillo y la luciérnaga. La mansedumbre de los animales. El autobús de línea y la belleza. Echo de menos paz, verdad y amor. Una verdad que aún no sea mentira. Echo de menos sed (y no me falta el agua). Huir de la costumbre. Salir de los patrones. Echo de menos un abrazo entero. Y una palabra hermosa cada día. Sentir. Sentir un corazón. Sentir a Dios, de nuevo y para siempre, en la naturaleza.

(La Nueva España. 20-2-2013)


La casa sin ti
Para "Argos"


Catorce años juntos, de noche a mañana. Qué días brillantes vistos desde ahora. Fue todo muy rápido, más de lo esperado. Llegó la vejez e invadió tu cuerpo. Se metió en tus huesos, contagió tus órganos, robó el equilibrio de tus blandas patas. Fue todo muy pronto, más de lo previsto. Todos los rincones quedaron desiertos. Quedaron muy solas todas las estancias. Dejaste el vacío que deja un humano, lo mismo que un ser de los que nos quieren, como una persona de las que se aman.


Es todo distinto, así de repente. Nada se parece a lo que eras tú. Te echaron de menos hasta las persianas, y la luz del día sobre el limonero y la mesa vieja del mosaico azul y tu olivo amigo, que mira a la calle y el tiesto de barro sobre el que meabas. Te querían las puertas y los azulejos y la estantería y el lomo del libro que tanto mordiste y la voz del timbre y el sabor del pan y el lápiz de goma y el nudo de hilos y la colchoneta en la que soñabas. Todo es diferente, aunque sea lo mismo. Llenabas el mundo con tus rizos negros, con tus cejas blancas encendías la casa.


Te añoran los brezos, las sillas y el toldo. Todo te requiere, fuera, en la terraza. Te evocan los brotes que caen del camelio y las hojas secas que tira la adelfa. Y la regadera y el sanjuán de abajo. Y algún abejorro que vuela hasta al polen joven del narciso. Y el jazmín que cuelga junto a la ventana. Y las escaleras que subiste a diario. Y el color del cielo, al caer la tarde. Y el rumor del mundo, en torno a la noche. Y la intimidad que inflaman las lámparas. Dejaste una herida grande, muy profunda, como la que se abre al perder las cosas que más significan, una época bella, una compañía fiel y generosa, la sinceridad de una mirada.


Ceniza. No hay más. Ese lapso inane entre todo y nada. Ese vano previo a la incertidumbre de lo más certero. Volveremos juntos, si es que regresamos a nuestros orígenes, a corretear por la primavera, a lanzarte un palo, a jugar con lascas. Catorce años juntos. ¡Qué fugacidad! Quedaron muy tristes tu hueso y tu erizo, tu nombre y tus trapos, todos tus muñecos, todas tus costumbres. Lloró la jirafa.

(La Nueva España, 6-2-2013)





Noches de invierno
El azote de la galerna en la sacudida de la memoria



Cuanto más ronque la mar, más cherva arranca. Es época de lluvia y noches de galerna. Pero eso no impide que madruguemos mucho, desayunemos rápido y bajemos de prisa hasta la playa, porque ya está bajando la marea. Llevo la ropa de aguas y debajo un jersey y unas botas de goma y calcetines gordos. Hace frío, yo casi no lo noto. Con los guantes evito que me rajen las manos y se llenen de grietas. Algunos marineros nos dan los buenos días. Las cinco menos cuarto. A pesar de las nubes y del sueño que arrastro, se ve bastante bien, no hace falta encender ni la linterna.

La gente está metida en la mar, con el agua hasta el cuello. Remolcan con los trueles enormes lo que atrapan y lo echan en la arena. Una voz nos avisa de las olas furiosas, cada tres entra una gigante y peligrosa. La resaca es terrible y nos arrolla a todos y nos quita la cherva. La mar es muy traidora, siempre lo dicen todos. No hay que darle la espalda ni perderla de vista. Gritos, nombres, carreras. A trancas y a barrancas, encharcados, alcanzamos la orilla. Ahora sí que retiemblo, los huesos se me hielan. Mientras se calma un poco vamos a los montones que quedaron en seco y escogemos lo bueno, quitamos las malezas. Cuidado con las palas de dientes, que son muchas. De nuevo lo apilamos y cada cual lo marca de algún modo, con un trozo de plástico, con un palo o un trapo o unas piedras.

Empieza a amanecer. A lo lejos alumbran las luces de los barcos. Quién pudiera ir en ellos hasta el último océano, hasta el fin de la Tierra. Hay un tufo a carnada y a pez muerto. Huele mejor el ocle, a vida muy antigua, a sal muy fresca. Encuentro entre las algas las cosas más extrañas, lo mismo que en la rucha: anzuelos enrollados en marañas de tanza, frascos de medicinas, jibias, conchas, zapatos, botellas extranjeras. Me entretengo leyendo las palabras tan largas. ¿Desde dónde vendrán, de qué parte del mundo? No me puedo parar. Enseguida debemos subir todos los sacos, acantilado arriba. Eso sí que es trabajo y que me da pereza. La espalda chorreando, la cerviz oprimida, los hombros destrozados, las piernas que flaquean. Pero no hay vuelta de hoja. Que esto saca de apuros. En la otra temporada vendimos muchos kilos y compramos la radio y pagamos a plazos la nevera.

(La Nueva España, 16-01-2013)



De los días hermosos
La emoción familiar en las fechas navideñas



Mi madre nos ha dicho que mañana es el día. Y nos ha prometido ir a buscar el pino. Huele toda la casa como nieve muy dulce, como a libro de cuentos, como a luz entrañable, no sé cómo explicarlo, a algo así, parecido. Pero bueno, eso exige que nos portemos bien. Que no hagamos trastadas ni discutamos mucho ni escribamos torcido. Que no gastemos luz a lo tonto, en la cama, y nada de protestas ni trastadas ni voces, que esta semana ya «sufrimos» un castigo. Porque partimos nueces entre el marco y la puerta. Y saltó la pintura. Y rascamos la espalda contra las esquineras del pasillo.

La caja está guardada encima de un armario. Y cada adorno envuelto en papel de periódico. Las bolas de cristal, como rompen muy fácil, las dejamos arriba, entre el espumillón y una piel de conejo donde se acuesta el Niño. A mi madre le gusta desenvolverlo todo con paciencia y cuidado, porque todos los años nos parte una campana, un ángel, un tambor o un farolillo. Y nos comenta siempre cuándo compró las cosas, en qué tienda, a qué precio, y por qué a cada una le guarda algún cariño. Acaricia la estrella, limpia la picarota, le da un beso a Jesús y le fija y le limpia la aureola. Y después se le quedan las escamas brillantes por la cara y nos reímos de ella -qué simpática está- y no se lo decimos.

Y leemos postales de otras Navidades, nos las mandan parientes que se fueron muy lejos y nos desean paz y salud y una vida llena de amor y éxitos. Y se emociona un poco y suspira y nos dice que nada, que se fatiga algo, que no fue más que un hipo. Y forramos un tiesto con plata, o un caldero, y colocamos recto el árbol con las luces y le vamos colgando las piñas que pintamos, las lágrimas radiantes, el trineo y los renos, cerezas y guirnaldas, regalos precintados con lazos llamativos.

Es de los días hermosos; los nervios nos asaltan desde por la mañana. Y en la radio no paran de poner villancicos. El comedor encierra un aroma a resina y salimos afuera para ver cómo alumbran estas nuevas bombillas que se encienden y apagan, qué bonitas se ven detrás de los visillos. Y esperamos ansiosos esas noches tan largas en que cenamos todos con cara de alegría, con plenitud total y mi padre nos parte el turrón tan durísimo con cuchillo y martillo.

(La Nueva España, 19-12-2012)



Con ojos muy distintos

Reflexiones que surgen con el frío de diciembre


Diciembre con sus cumbres. La vida con sus ocres. ¡Qué altas hoy las nubes; qué sonoros los cuervos; qué gélida la luz, qué solemnes los montes! Hace años miraba con ojos muy distintos estas mismas estampas, estos pinos esbeltos, estas tierras calladas, la vejez de estos robles. Hace tiempo veía la hondura de los charcos, el lento amanecer, el candor del rocío y no pensaba más que en profanar su escarcha, cruzar sus paraísos, beber de sus licores. No apreciaba sino belleza inabarcable, libertad en esencia, avidez de vivir en todos los espacios, con el asombro intacto, con los brazos abiertos, sin temor ni reparo, sin pensar en mañana ni el poco pasado que concierne a los muertos ni en el corto intervalo que acaece a los hombres.

Diciembre. Soledad. ¡Cómo ha cambiado todo! Contemplo una bandada de frágiles gorriones. Recorro la memoria mientras el cielo escampa. No encuentro en el camino más que signos certeros de lo que ya sospecho, armazones de alas, ocasiones inhóspitas como fiebre invencible, como sueños insomnes. Recorro las fronteras de la realidad, me adentro en sus contornos, rastreo sus rincones: no se oyen más que el eco y la humedad. Estas son las jornadas que me duele escuchar, que evoco, pero duelen. No intuyo más que el humo y la piel de la mar. Son estos los crepúsculos que menos me atestiguan y que más me corroen. Frente a mí el faro erguido, que jamás partirá, las desiguales rocas, que tan poco envejecen, el horizonte que, hoy, se intuye a duras penas. Las olas que amontonan basuras entre el ocle.

No me oigo ni a mí mismo, ni me quiero atender ni ansío que me escuchen (qué egoísta, qué yoico, qué simplemente simple, tal vez, piensen algunos). Pero este estado es el que más me complace, el que menos me pesa -muchas veces y nunca-, el que más significa, el que algo me supone: pasan largas horas y no hablo de nada, no me mido con nadie, pienso en nada y soy algo, un ser aletargado, un muy lejos, muy cerca, un ser que se respeta aunque no se conoce.

Un no sé qué que pide a gritos que le amen, un no sé quién que no ama por miedo a que le odien. Diciembre, ¡qué contraste! Yo me acuerdo de ti desde que éramos niños, desde que combatíamos con deseos y carámbanos. Pero nada es lo mismo. Sólo quedan los nombres.

(La Nueva España, 9-12-2012)




Buen ahora

Una reflexión sobre el momento que vive la sociedad.



Más libertad, más voz. Más ira en la palabra. Nos han envenenado la entereza. Nos han traicionado hasta con el silencio. Nos han descuartizado la confianza. Ha llegado la hora de descastar desdichas y estas tribulaciones que asfixian hasta el aire. Es el mejor momento para arrasar con todo lo que ha sido mentira, con todos los que han ido trazando esta congoja, con falsarios, ladrones y sofistas. Para asolar sospechas, aprensiones, discordancias. Desmantelar designios, ignominias, dividendos y usura. Es época de triunfo y esperanza. El instante preciso para evadir el peso de los amos. Y que reyes y códigos cierren definitivamente sus solapas.


Es el tiempo de repartir el oro de los duques, las minas del mediocre, el botín de los pícaros, las ciudades ocultas, el néctar exquisito, la salud del monarca. De detener el pie que nos humilla, de desgajar la mano que nos prensa, de tabicar los ojos que sindican, de aniquilar el mal que nos aplasta. Es la ocasión propicia para igualar el ras y las desproporciones, para hermanar los desiertos y el piélago, para ofertar el sueño y la certeza, para brindar futuro donde no hay ni presente. Para quemar el germen de las iniquidades. Para replantear la partición del pan, para reconducir la dirección del agua.

Es buen ahora para horadar enigmas y recelos. Para sentirse vivo y valeroso. Para dejar a un lado narcisismos, remilgos y desganas. Para exigir porqués y lo que es nuestro. Para recuperar un poco de amor propio. Para hacernos oír ante los jueces, ante sus indolencias y sus máscaras. Para dejar de ser endebles entidades, risibles espantajos. Es un ahora único para desposeerse de marbetes y clanes, de credos y de lemas, de líderes y piaras. Para desbaratar altares y apotegmas. Para desubicar topografías y lindes. Para reorientar tributos e intenciones. Para transparentar conjuras y atentados, convenios y patrañas.

Es tiempo de gritar con gritos muy tranquilos, con firmeza serena, con fines infalibles, con voluntad intacta. De desprender la bruma que arrastramos, la herrumbre que nos merma, la sumisión, el frío, el descontento, la poquedad, la rabia. De escribir, para siempre, el despecho y las sombras. De estampar, como nunca, decisiones y rúbricas que nos identifiquen con entes virtuosos, con seres animosos, con seres que se entienden, con seres que se aman. Es la estación idónea para aullar al unísono: basta. Para, desde la paz, vociferar sin tregua: ¡Basta, basta. Ya basta!

(La Nueva España, 21-10-2012)


¿A qué sabe la muerte?

Pasaron tantas cosas desde que tú te has ido. Son tantos los recuerdos por todos los espacios. Nada es lo mismo cuando nos ocurre un difunto. La vida parte en dos igual que quiebra un vidrio. La noche es más oscura, más opacos sus lapsos. Y la ausencia contagia las estancias del tiempo. Se os echa de menos en cada amanecida. Una parte del mundo pierde rumbo y destino. Soñamos que venís, o que no habéis marchado. Os sentimos entrar en nuestras esperanzas. Cruzar por los horarios, recorrer la rutina. Plegar los infortunios, seguir salvaguardándonos. Pasaron tantos días desde que ya no estáis. Son tantas las preguntas, tan pocos los vestigios:

¿A qué sabe la muerte; podéis incorporaros? ¿Tocáis los cometas, palpáis el infinito? ¿Tiene árboles el cielo, recolectáis sus frutos? ¿Hay nubes entrañables, emuláis su calma? ¿Os perdura la carne, conserváis las manos? ¿Añoráis el mundo, la sed, el tiento, el frío? Cuando os cierran los ojos, ¿vislumbráis lo eterno? ¿Cómo es la luz por dentro; son de verdad los astros? ¿Es insípido el éter? ¿Cuánto pesa el vacío? ¿Os estorban las cepas, os molestan los topos? ¿Cuál es la latitud de un enterrado? ¿Os alcanza la lluvia, os golpea el olvido? ¿Soportáis los inviernos, os erosiona el viento?

¿Nos intuís acaso cuando os invocamos? ¿Sospecháis el perfil de nuestro aspecto? ¿Qué venís a buscar cuando os presentimos? ¿De quién es el espectro que nos asalta? ¿Teméis como nosotros fracasar muchas veces? ¿O es otra cortapisa lo de las frustraciones? ¿Os veis, al fin, más libres, al menos no tan náufragos? ¿Por qué no pudo ser todo lo que quisiéramos? ¿Por qué no quiso ser todo lo que pudimos?

¿Comprendéis la vida desde esa perspectiva? ¿Se distingue más diáfano un mínimo sentido? ¿Cómo se justifican los errores humanos? ¿Es cierto que ocupamos lo mismo que una hierba? Cuando os agarrotáis, ¿quién os cambia de sitio? ¿Habéis visto a los otros; os dejan abrazaros? ¿Os agradan las flores que os lleva la gente? ¿Os perturban el culto, los ritos, el bullicio? ¿Nos tildan de farsantes, acaso de insinceros? ¿Qué dicen de nosotros nuestros antepasados? ¿Disponéis de alas, conocéis los trayectos? ¿Os señalan las simas, os inscriben los siglos? ¿Resurge la ceniza, incineran los odios? ¿Perpetúan los estigmas, se nos borran los rasgos? ¿Cuándo veis a dios, recibe sin prejuicios? Son tantos los enigmas, tan larga la existencia... Paz eterna. Descanso.

(La Nueva España, 31-10-2012)



Noches de los setenta


Domingo de los setenta. Huele a invierno y a garbanzos. Hoy me levanto más tarde. Ya nos bañamos ayer, por si hoy se iba el agua. Con la pereza que da quitarse toda la ropa, colocarse en el barreño, enjabonarse, aclararse? Hace frío. Desayunamos torrijas y chocolate con leche. Nos lo trajeron al cuarto, pero con mucho cuidado, para no manchar las sábanas. Hay Catecismo a las once. Ojalá llueva y no pare. Ojalá no abran las llaves de la puerta de la iglesia. No me sé los sacramentos ni estudié el significado de la palabra esperanza. Estreno ropa de abrigo. Bueno, un pantalón que heredé y un jersey que hizo mi madre con lana de la que pica. Y una trenca de mi primo, forrada como con felpa, que me queda un poco larga.

Me desperté muchas veces. Ayer noche, marchó la luz muy temprano, por los truenos; y encendimos unas velas y lloré sin que me oyeran. Me parecía un diluvio universal como el otro, creí que el mundo acababa. Tuve miedo como siempre. Recé y recé sin parar padrenuestros, credos, salves. Y me tapé con la almohada. Ladraron mucho los perros, cayó un poste de la luz, la higuera quedó sin hojas y el viento se llevo tejas y las chapas de la cuadra. Menos mal que ya pasó. Aún no abrimos ni las puertas, para que aguante el calor. Cuando llueve, forran todas las rendijas con periódicos y mantas. Menos mal que ya paró. Con estos sustos me salen boqueras y sabañones. Siento cómo caen los techos. Seguro que hay muchos charcos y de camino a la misa haremos una guerra de paraguas.

Huele a casa y a cocido. Como a vida de verdad. Y claro, como es domingo, mi padre pone la funda y repara las cabinas y el motor de los camiones, llena el suelo de cotones de limpiarse tanta grasa. Latas por todos los lados, manchas de aceite, tornillos, tuercas, cables y bujías, llaves inglesas. ¡Uf!. Es lo que menos me gusta: tener que andar recogiendo lo que quita y va tirando, lo que no sirve de nada. Casi prefiero los lunes, aunque haya que ir a la escuela. O los martes, aunque me toque descañar los eucaliptos. O el jueves, por más que tenga que memorizar la tabla.

Dormí muy poco esta noche. Me da vergüenza decirlo, pero cuando está muy frío y la cocina se apaga, salen de las carboneras gorgojos y cucarachas.

(La Nueva España, 18-10.2012)



Aun sin vida


Foto: SAN ANTOLÍN de Bedón (Llanes, Asturias). Jesús Soto Velloso

En algunos pueblos que quedan duele el tiempo, silba la soledad, huele a melancolía. Mancan las ausencias y el olvido mucho más que entre las multitudes y las prisas de las ciudades. Los pueblos son espectros de una existencia arcaica, donde nada cambia, nada permanece, nada prorrumpe, nada palpita.

Las garras del tiempo brotan en los muros caídos, en las contraventanas que ya no se abren, en los altos caserones arruinados y en las sebes que tupen los caminos y en los esqueletos de las ermitas. En el silencio de las tardes y en los hierros que pudren en las escombreras. Todo es futuro pasado en los pueblos que persisten, aun sin vida. Se percibe en las paredes agrietadas, en las rosas confusas, en las veletas atragantadas y en las eras desiertas y en los pomares y en las paneras resentidas.

Las únicas imágenes de vida, en muchas ocasiones, son avisos de muerte, indicios de derrumbe, huellas de despedida: las chinchetas, la esquela en los postes de la luz, la ropa de un difunto que quema en una hoguera, el somier que se pudre en la antojana, el tendal derribado con unas cuantas pinzas, el gallinero solo, abandonado, un remolque entre zarzas, un bidón, una fuente, un armario, un establo, un canalón vencido, un pozo seco, unos gatos hambrientos, unas chapas partidas de uralita.

Nada de lo que fue. Si los muertos volvieran, echarían de menos a los niños, temprano, el canto de los gallos, el fruto de los árboles, el rumor de las cuadras, la voz del panadero, la mañana encendida. Preguntarían qué ha sido de la tienda, del chigre, de las horas de charla, de la fe, del local del barbero, del molino y de la harina. Preguntarían por qué nadie camina a ningún sitio, por qué nadie recoge la cosecha, por qué no hay animales en las cuadras, por qué nadie se da los buenos días, por qué todo se compra y nada se elabora, por qué no sabe nada a verdad de verdad, por qué nada perdura y todo se tira.

En los pueblos el tiempo es más sincero y más triste, sí, eso es cierto. Pero punzan profundo sus espinas. Uno se echa de menos a sí mismo, añora en cualquier parte su esencia y su linaje. Uno cruza los días y se asume perdido. Uno sale a la noche y todo, menos la luz de las estrellas, agoniza.

(La Nueva España, 3-10-2012)



De ahora hasta después


Desde ahora hasta después es igual que decir siempre o tal vez ya nunca más o quizás un imposible. Puede acontecer un siglo, proclamarse un imperio, forjarse el llanto, arrepentirse una guerra. Pudieran florecerte los labios, surgir esperanzas, rechazarse un deseo, cuartear el sentido, obnubilar la duda, agriarse el pesimismo, retoñar abandonos, imponerse certezas. Amilanarse un ejército, derretirse una desgracia, retroceder un progreso, alumbrarnos la sombra, desubicarse una fe, acercarse el final, zanjar la lejanía, humanizarse un sueño o desangrarse la luz o abolirse una pena.

Hasta después: un trecho tan extenso como impreciso. Podría urgir la realidad, obstruirse la mar, interrumpirse un odio, sucumbir la imprudencia. Presentarse la suerte, extinguirse la arena, curvar el horizonte, enamorarse el humo, encallar una nube, renovarse las uvas, asomarse un descuido, redimirse un relámpago, descubrir otra luna, pudrirse una promesa. Generarse una tribu, actualizarse el antes, retrasarse un disparo, insinuarse un extremo, cristalizar un lapso, romper una marea. Diluirse la sed, sincerarse el pecado, propagarse el cariño, matarse una montaña, izar un universo, nublar la intransigencia. Desmentirse el azul, aumentar un rumor, extirpar la avidez, aminorar la hambruna, acomodarse el tedio, pretender la templanza, diluviar un poema.

Desde el ahora: un todo tan improbable como la misma nada. Puede sucumbir el instante, escucharse un idilio, reventar la sequía, obsesionarse el río, enfriar la ternura, defraudarse la tierra. Infectarse el dolor, ahorcarse el abuso, corporeizarse el aire, huir el firmamento, crepitar un abrazo, agrietarse un perfil, inflarse una calumnia, granar una sorpresa. Soldar la libertad, desandarse el camino, sobrevenir el triunfo, aceptar una culpa, desgastarse la historia, instaurarse el otoño, aullar el olvido, despoblarse la ausencia. Pronunciarse un crepúsculo, borrarse una tortura, necesitar un beso, prohibirse la muerte, ablandarse el acero, sospechar la pureza.

En el de ahora hasta después prende la libertad y ciega el día. Vibra la negación, se despliega un aroma, cicatriza un lamento, nos honra el enemigo, trascienden unas manos, ondea la paciencia. Se despide la nieve, el mundo se ilusiona, reluce la amistad, se adormece el destino, el corazón se incendia, relincha el infortunio, la rectitud estorba, oscurece la nieve, la piel se deshereda. Y se repite un huérfano. O el agua se rebela. Y destruyen las leyes. O la salud se expande. Y los seres se admiran. O la paz persevera.

(La Nueva España, 19-9-2012)


La vida, al fin y al cabo

De nuestro fugaz paso por este mundo



Lo mismo de otros días, casi a la misma hora, con la misma cadencia de año tras año. La señora que vende cupones por el pueblo, con unos labradores y un par de galgos. El autobús que pasa y ya no trae a nadie más que a cuatro paisanos que vuelven del mercado. Las hortensias que secan colgadas del alero, junto al tomillo fresco y semillas de malvas y el maíz enristrado. El dolor que nos pesa entre los ojos, que no es pena ni herida ni atrición ni cansancio. El gato que vigila, sin prisas, el bullir de los topos en el prado. Un recuerdo con sol y azul intenso, un horizonte hermoso, las primeras mañanas de algún primer verano.


El mugir de las vacas que otean a su dueño camino de la cuadra y reclaman el pasto. Los ligeros vencejos, con sus danzas geométricas y su leve existencia hacia el ocaso. El sonido del agua, los velos de la brisa, el quejido de un pájaro. El maíz extendido como una eternidad, los restos de unos bálagos. La espadaña, la iglesia, el cementerio solo y encalado. La belleza, sin duda, de todo lo que asumo, de cuanto veo y abarco. Tu perfil con el oro de la luz que decae y mis ojos con el asombro aquel de la primera vez que te miraron.


La sensación de ser muy poca cosa, menos que una ocasión, mucho menos que un árbol. La pesadumbre de no saberse libre, de estar muy restringido, creerse muy de paso. El vértigo que irrumpe tras una decepción, la vacuidad que toco cuando cierro mis manos. El silencio que huele como la casa antigua, como ropa plegada en los armarios. La verdad que me invade cuando cruzan las nubes, la cortedad que auspicio en mi porte de humano.


Lo que poseo ahora, lo que he dejado atrás más lo que, a ciencia cierta, sé que se está acabando. Más lo que ha de venir a partir de este instante sin un por qué ni un hasta cuándo. Lo mismo de otros siempres, mas algo que hay, sospecho, que no estará ya más, en días como éste, aquí a mi lado. La ausencia, la hondonada que dejan quienes nos han dejado. El camino, la ruta, el regreso, si cabe, la ilusión, la esperanza, sus altos y sus bajos. Las sumas que nos restan. Las cuentas que no salen. La vida, al fin y al cabo.

(La Nueva España, 29-8-2012)



Avellaneros y puestos

Aquellos vendedores ambulantes que iban por las romerías cargados de tentadores artículos



Las noches de agosto que mejor recuerdo. El cielo estrellado que apenas se aprecia con tantos chispazos. Banderas y música. Bombillas y bailes. Bengalas y tómbolas. Casetas del tiro. Camiones y chapas. Y el farol de gas del avellanero. Las horas de estío que más echo en falta. Limpias ilusiones que uno va añorando al hacerse viejo.

Pacita y Encarna, sentadas detrás de los molinillos que llevan hincados al borde del cesto. Ramón el de Grao, con su furgoneta. Ellos exponían, un año y otro año, todo lo que uno soñaba en los sueños. Colocaban cajas en medio del prado, en la zona llana, la pequeña mesa, la silla plegable y en un santiamén montaban el puesto. Goxas de avellanas, tostadas y crudas; cartuchos repletos de chufas y pipas, de cuanto existía en el mundo entero: tofes y ronchitos, cigarros, monedas que eran chocolate; regaliz en discos y barras del rojo y barras del negro, limones, naranjas, bolinas de anís de muchos colores dentro de sifones pequeños de plástico, camiones y coches, tractores, muñecos; palomitas, quicos, ganchitos ahumados con tocino y queso; bolsas de rosquillas con granos de sésamo, tetillas de monja, palotes, ositos, manzanas muy dulces cubiertas de escarcha y de caramelo.

Pistolas de corcho y con cartuchera, relojes redondos con brillantes números que alumbran a oscuras y en el minutero tienen animales que pasan calmosos, sin prisa, cual meses largos del invierno, lentos, taciturnos. Paracaidistas, dianas y cariocas, dardos, jabalinas, penachos de indio, cromos de vaqueros. Coches de carrera, cámaras de fotos, tortugas que andan con carretes de hilo, petardos y bombas que estallan muchísimo tan pronto las lanzas fuerte contra el suelo. Gafas y prismáticos que acercan las cosas y las ves de cerca por más que estén lejos. Navajas minúsculas, tiras refrescantes, teles con imágenes de santos y vírgenes, de playas y pueblos; golosinas, porras, bastones que saben a miel y a ciruela; cuernos y colmillos para los llaveros.

Almendras saladas y garrapiñadas, cacahuetes, chicles, flahses derretidos, silbatos de árbitro, guantes de boxeo. Pastillas de leche de burra, bolsas de aceitunas con relleno o hueso. Culebras de goma, arañas gigantes, sapos de mentira, güestias y esqueletos, colas de raposo, combas y yoyós, cordones de caucho de trenzar pulseras, cornetas, tambores, carracas y gaitas, siringas, panderos? Si cierro los ojos, aún veo a unos niños, felices, nerviosos, que dudan qué y cuánto elegir de tanto como hay colgado en los puestos.

(La Nueva España, 15-08-2012)




Romería de agosto 
Para retroceder a los años setenta


Óleo sobre lienzo de Chus Pérez de Castro

Cómo me gustaría retroceder ahora y acercarme un momento a los setenta. Y tumbarme en las rocas de Llumeres entre brisa de mar y olor a cherva. Y coger las quisquillas de las pozas, cangrejos, moranatas y la concha grandísima de alguna llampariega. Y darme un chapuzón detrás del muelle y sentir los primeros voladores que anuncian que enseguida empiezan las verbenas. Y comer de los setos semillas de las malvas. Y borrar el aliento a nicotina masticando unas hojas de «lloreda».

Cuánto me gustaría llegar a casa, entonces, y poner a secar la toalla en los sanjuanes y asomarme a la paz de la cocina y encontrar preparada la merienda. Y la ilusión intacta todavía por estrenar mañana un pantalón y un polo y unas simples playeras. Y charlar con mi madre mientras guisa y sofríe la carne y prepara merengue y bizcocho y arroz y leche presa. Y esperar por los primos que vienen tan contentos como estamos nosotros, por saber que es agosto y que hay romería y que se quedan. Y que al caer la noche y tras cenar temprano, bajáramos hasta el campo de la fiesta.

Cómo me gustaría oír los altavoces y el bullicio del tiro y de la orquesta y comprar los boletos de la tómbola y recibir un premio de un llavero y comer avellanas sentados en la hierba. Y mirar cómo bailan los mayores y estallar los petardos a escondidas, junto al maíz oscuro, donde están, escondidas, las parejas y subir al vaivén y marearme y que el mundo dé giros como loco y beber un refresco de botella. Y que fuera domingo al mediodía y se escuchara el son de un pasacalles y despertara el pueblo de repente, con sol y regocijo en todas las viviendas. Y volver un instante al fragor de la pólvora, tras la misa solemne con procesión y cantos, en el prado agitado y la barraca llena.

Cuánto me gustaría allegarme al verano y abrazarme al pasado y no notar la ausencia. Y prolongar los lunes del festín. Y organizar carreras con los sacos y ser el más veloz con las madreñas. Y trepar por los postes engrasados y alcanzar la victoria o ganar un trofeo en el tiro de cuerda. Y tomar chocolate muy deprisa y bucear en barreños embarrados y coger con la boca las monedas. Y asistir a los fuegos que dan principio al fin e intuir en lo breve la hermosura, sospechar en lo bello la tristeza. Y volver noche arriba, camino del invierno, con la esperanza puesta en que dentro de un año, un año pasa pronto, será otra vez la fiesta.

(La Nueva España, 1-08-2012)



Frío 

Sensaciones gélidas



Frío en el futuro de las especies jóvenes que no alcanzan cielo suficiente ni caminos dispuestos a facilitarles su firme ni sus fronteras. En lo profundo de los hombres que apenas recuerdan cómo es el fácil funcionamiento de su corazón, su bombeo constante en torno al péndulo de la salud y la armonía. Frío en las largas avenidas de este año bisiesto y acobardado. En sus esquinas hogar. En sus arboledas dormitorio. En sus alcantarillas refugio.


Frío en las salas de máquinas de los palacios de los artífices del mal y los agravios; en sus recetas con óxido de maldiciones y pólvora de las calumnias. En sus panes de hambre y egoísmo. En sus innecesarios productos ulcerados, mordaces como un turbión de cicuta y carcoma. En los vergeles que cercan sus vistosas fortunas, sus elevados negocios y promiscuos. Frío en los trébedes de la desesperanza donde se lavan muy de mañana los muchachos de las trincheras y las nodrizas que baldean los restos de la leucemia que arroya de los cadáveres impúberes. En los cuarteles donde dictaminan los eufemismos del exterminio, las alegorías de la maldad y las sinuosidades de la prepotencia y el desdén.


Frío en las arengas cotidianas de los que ocultan la verdad que manipulan como uno más de sus embustes, en los razonamientos de los insensatos abundantes, en las propuestas de los ignaros entronados, en sus aserciones alfanjes. En la desigualdad que fomentan desde que el sol se enciende sobre la Tierra, en la docilidad con que se acercan antes de disparar muy a conciencia.


Frío en las iglesias y estancias en las que rebosa el oro ingrato. En las viseras de los pordioseros. En los cuartos de los manicomios y en sus paredes arañadas por la certeza y la rebeldía desatendida. En las escudillas que mojan los labios de los rumores en cada una de sus rotaciones. En los exuberantes lupanares donde se fornica a cambio de carmín y asco. En sus biombos enmarcados con el abuso y humillación.


Frío en las regiones endebles como una promesa, agónicas como la floresta, extintas como el campesinado y el alforjero y el leñador, relegadas como el marino y el carbón, como la alfalfa y los porqueros. Frío en sus fincas enfundadas en débitos y precintos. En sus demarcaciones indefinidas y desgarradas. Frío en la realidad y en la fábula. En las miradas de los que se cruzan en el frío de la alborada. Frío en las cenas y en sus mesas desoladas. En las sábanas y en los sueños y en la confianza y en la sangre, frío.

(La Nueva España, 27-06-2012)


Mar
El olor de la brea y el motor de las lanchas

Fotografía: António Amen


Entra lo mismo en ti que en un poema. Entra el silencio, la incertidumbre, asombro. Eres capaz de ser toda calma. De ser furia y gigante enarbolado. Superficie insondable y transparente. Llanura de negruras y misterio. Necesito ir a verte cada poco. No concibo la vida sin tu esencia. No me imagino el mundo sin tu cuerpo. Ni tus bravas mañanas del otoño. Ni los remos tremendos de la brisa. Ni los cíclopes faros de las costas. Ni la plata fugaz de las gaviotas. Necesito soñarte a menudo. Tocar tu indiferencia colosal. Mojar mi desazón en tus orillas. Adentrarme en tus formas. Descender a tu fondo.


Siempre a la vista como un hermano fiel. En mi infancia ocupabas los veranos. La luz, la candidez y algunos nombres propios. El olor de la brea y el motor de las lanchas. La sal sobre la piel adormecida. La breve consistencia de la espuma. El vértigo de tus acantilados. La infinitud de todos tus contornos. Siempre muy cerca, como un amigo cómplice, de nuestras tardes jóvenes, sin prisas. De nuestras noches vírgenes y hermosas. De la luna inflamada, su viso en nuestros ojos. Extensión del azul hasta el futuro. Anchura enamorada de los barcos. Si te escucho, me sabe todo a sed. Si te recuerdo, toco paz, paciencia y pozos.


Brazos que no se atisban, pero que amarran. Libro que no se escribe, mas emociona. Junto a ti y mi soledad jamás me sentí solo. Belleza en fuga desde el origen. Destino de los seres que zarparon. Ancla sonora del pensamiento. Libertad en pleamar, flujo de estelas. Cuanto más me distancio, más rememoro. Dentro de mí rugen tus oleajes. Eres trazo, perfil, reducto y linde. Te dibuja una estría, pero ocupas el todo. Tus derivas me amparan de mis derrumbes. Tus galernas me sirven para sintaxis. Tu inmensidad se funde en mis certezas: apenas significo cuando te nombro.


Diques que dan a la exactitud. Peñas que ignoran el deterioro. Cofre de donde surge la tez del alba. Abismo por el que surca lo que no somos. Amante de los marinos madrugadores. Encantadora del equilibrio de los delfines. Ruta de los relámpagos y del tiempo. Escapatoria de los ocasos y de la bruma. Corriente auriga de las borrascas. Fibra que pugna con los escollos. Fuerza que bate contra lo inmóvil. Firme que fluye con fe de náufrago. Mar poderosa, mar aplacada, mar dominante e inexpugnable. Echo de menos tu voz de hembra, tu brío de hombro.

(La Nueva España, 13-06-2012)



Indicios de verano
Evocaciones de la llegada de la estación estival


La fragancia fresca de las viejas rosas. Un rumor de abejas al fondo de mayo. Clavelinas dóciles en unas macetas. Esbeltos gitanos que extienden sus carpas. Los nidos de araña entre los sanjuanes. Los niños que juegan cerca del ocaso. El verdor que duele como verdad viva. El hombre tranquilo que encala su casa. La sombra afectuosa de la higuera fiel. El ropaje nuevo de un espantapájaros. La mañana llena de luz y jilgueros. La temprana música de una romería. El olor tendido de toallas de playa. Nubes de tormenta que llegan de pronto. La tarde que añora la siega en los prados.


La perfección púrpura que hay en las cerezas. Las niñas contentas que estrenan sandalias. La voz del anís, saludable y honda. El sol poderoso, cada día más alto. La explosión de aroma a flor de saúco. La sangre silvestre que filtra en las fresas. La soledad seca de las pomaradas. La hilera de hormigas que cruza el camino. La loma reciente de los hormigueros. La ilusión callada de los avellanos. Endebles gramíneas que bordean el tiempo. Los arvejos raudos que trepan las varas.


Brillantes lagartos que asoman medrosos. La piel que mudamos al perder la infancia. El arrullo ronco que un palomo emite. La calma enroscada en que duerme el gato. Los frutos que crecen milagrosamente. La lenta mirada que observo en las vacas. El abrevadero rebosante y limpio. Los últimos pétalos que caen del manzano. Mariposas leves que tantean el mundo. Caminos vacíos que van hasta el nunca. Pescadores quietos que velan sus cañas. Las pegas que riñen mientras van volando. Los adolescentes, sus besos que urgen. Las familias pálidas que comen al aire. El bullicio que abre y cierra el domingo. La cometa inhábil que asciende y se engancha. Estelas de aviones que jamás retornan. El furgón que vende bebidas y helados.


El resol doliente con que muere el día. La mujer que riega su huerto y sus plantas. El perro rendido que se echa y bosteza. La iglesia en que apenas se reza un rosario. Calor que refleja en las carreteras. Extensos espinos que aroman las horas. Abuelas que allegan las contraventanas. La límpida luna que late en las olas. Nerviosas libélulas al sur de los juncos. Petunias que brotan entre los geranios. El llantén que brota del caído muro. Sombrillas y toldos que ocultan el mar. Espacios que saben a niñez y a playa.
(La Nueva España, 30-05-2012)



Madres
Loa a las abnegadas mujeres que nos traen al mundo



Son fuentes encendidas en las noches cerradas. Son fuerza, escudo, aljaba, desprendimiento, abrazo. Son todo lo que somos, más lo que no han podido. Todo lo que aún contienen más todo lo que dieron. Son ángel, persistencia, gratitud y claror. Son parte de la vida, como la lluvia, el árbol, proclives al amor y a eternos sacrificios. Son báculo y promesa, destello, calma, arresto. Son rumbo hacia nosotros, desinterés, belleza, con manos de torrente y raza de camino. Son flor en pleno invierno, capacidad, alcance. Son llama, intensidad, coraje y sutileza, con alma en vez de piel y trazo de cariño.



Y manejan los hilos de la perseverancia, los atriles azules de los cielos inmensos. Llenan la soledad de música y ternura, nos tejen primavera con el grosor del frío. Pulimentan el hambre y atajan las penurias. Desintegran los trazos del dolor más profundo. Localizan desánimos e inquietudes y ahogos. Nos rebajan el ancho de daño y cicatrices. Desprenden el aroma de los días hermosos. Comparten con el fuego un origen divino. Esperan lealmente sin prisas ni cuestiones. Vislumbran con los ojos lo que no habla el lenguaje. Conservan los secretos con el rigor más íntimo. Nos ahuyentan los miedos gigantes de la infancia. Nos moldean palabras, allanan altibajos. Nos temperan el llanto. Nos ceden el respiro.



Un poema a todas
las madres que existen,
a las que nos peinan
y a las que nos visten.
Un poema a todas
las madres del mundo
porque hacen milagros
de un guisante crudo.
A las que aunque estén
con fiebre y anginas,
nos fríen abrazos
y asan sonrisas.
A las que de siempre
nos quieren ya tanto
que rebozan sueños
mientras tragan llanto.
A las que del pez
fiero de la vida
nos sacan la carne
y comen la espina.
A las que envejecen
con grietas y grumos
de exprimirse a diario
para hacernos zumos.
A las que ya están
 sobre nuestra cuna
borrando la noche
 y pintando lunas.

A las que nos cubren,
defienden y abrazan
incluso si duermen,
incluso si faltan.
A las que los años
casi se les pasan
entre planchar fuerzas
y limpiar la casa.
Un poema a todas
estas siemprevivas
que sirven de fuelle
 y aguantan de viga.
Un gracias a todas
 estas madres nuestras
que son cocineras,
modistas, maestras;
y adornan bizcochos
o administran cuentas
y trenzan toquillas
o zurcen sorpresas.
A las que aún están
o ya son estrellas.


(La Nueva España, 3-5-2012)




Semana de calvario
Llegan días de Semana Santa, llenos de inevitables evocaciones de desánimo



Estrenábamos ropa los domingos de Ramos. Nos ponían sandalias, algún polo de moda y pantalones cortos para asistir a misa. Era como un avance del tiempo de verano. La iglesia se llenaba de familias enteras con palmas y laureles. El cura bendecía con cantos y oraciones. Y tras la eucaristía volvíamos a casa y unas cañas benditas las plantábamos: «Fuera sapos, fuera topos, fuera todo animal de perdición, que aquí os traigo el ramo de la bendición». Rezábamos, era Semana Santa y con cualquier excusa, con reconcomio y culpa, rezábamos.

Comida de vigilia, de domingo más sobrio, sin carne ni chorizo entre la sencillez de los garbanzos. Tarde de cumplimientos. Visita a los padrinos. Un beso y una rama, un pañuelo, unos puros, pastillas de jabón o un frasco de colonia, como todos los años.

Vacaciones muy cortas, pero días muy tristes, difusos y morados. Todo estaba prohibido, la vida se paraba. Era como una tregua de expiación y ayuno. En los televisores no se emitía nada y lo mismo en ninguna frecuencia de la radio. Eran como jornadas de contrición y muerte, de tristeza y pasión. Y las horas olían a cera y a pecado. Procesiones y angustia clavadas en el pecho. Iglesias en penumbra. Palabras que sonaban a luto y a calvario. Sensación de clausura, acidez de Cuaresma, salmos, plegarias lúgubres, Vía crucis, dolor, sermones y rosarios. Cirios lentos en templos y en altares. Respeto y hermetismo en torno a los sagrarios.

Leyendas de martirios que opacaban la luz de primeros de abril o últimos de marzo. Sufrimiento y traición. Imágenes cubiertas con crespones de duelo. Cadencia de susurros en los confesionarios. Abstinencia, opresión, espinas, cicatrices, resignación y sangre, violencia y homicidio, púlpitos que reprenden con resquemor e imperio, con retumbo de látigo.

Emergía en los hogares el único dulzor de aquellas fechas grises. Las madres nos hacían marañuelas y panes con harina y manteca y rallo de limón, muy tiernos y trenzados. Chapas entre los brazos y sobre sus cabezas con porciones de masa sin cocer todavía. En las panaderías los hornos trabajaban al rojo y a destajo. Escaparates llenos de bollos muy esbeltos, con merengue y escarcha y un pollito amarillo y crema y un penacho. Chocolates gigantes con formas de animales, de bólidos, de huevo, de jardín con palacio. Mas todo recordaba el fervor y la fe, todo sabía un poco a religión y a pena, a religión y a pánico.

(La Nueva España, 4-4-2012)



Tarde con lentitud
Llega la primavera y con ella sensaciones, aunque muy vividas, nuevas




Revientan ya los prunos y el rododendro. El cielo está, día a día, como más alto. Atardece la tarde con lentitud. Ensayan las gaviotas sobre la playa. El nordeste me engaña: sopla con tanta fuerza, con tanto añil y brillo como en verano. Cruza el cielo un avión, deja su estela frágil. Una única nube ante mis ojos. Únicamente yo ante este espacio. En primavera siento mi carne ya extinguida, y que en mi cuerpo pesan la luz y el aire, y duelen, año tras año. Huele a tierra movida por las aldeas y los caseríos, ya empieza el movimiento de los tractores por los solos caminos que van al campo. No adivino quién suelta la primavera, quién repone la púrpura de los geranios. No sé quién determina las mariposas ni quién diseña el trazo de las libélulas ni quién posa el fulgor en el caparazón inédito de los escarabajos. Me admiran su belleza, su perfección, su resignada esencia, su brevedad, su tránsito. Ante esta exactitud, ante tanta bondad, ante esta inmediatez, ¿cómo puedo encontrarme decepcionado?

¿Cómo puedo no ver tanto indicio de vida, cómo puede cegarme un estado de ánimo? Aroman las mimosas al borde de este instante. Los laureles ultiman la flor nueva. Alguien quema a lo lejos madera de manzano. Así olían las horas más gratas que recuerdo. A silencio y a humo, a antigüedad del barro. A cariño tendido bajo esbeltas paneras. A resina y a monte. A tiempo muy tranquilo subido en las higueras. A merienda de pan blanco con plátano. Regreso hacia el hogar. Miro atrás y no escucho más que el graznar conjunto de cuervos que disputan un lugar para el nido. Ya se palpa el crepúsculo. Cruje mi soledad a cada paso.

Me sucede lo mismo cada vez que restallan las primeras cigarras. Cada vez que resurge el ímpetu marzo. Mi historia pertenece a cada diapasón de la naturaleza, a cada movimiento de la oruga, a la fosforescencia del lagarto. Una parte de mí pertenece al silbido del jilguero, al tallo del saúco, al libre saltamontes, a la esbeltez del árbol. Otra fracción muy grande la escondí en una senda que va a los hormigueros, en unas altas ruinas donde saboreé su cuerpo y el tabaco, en las sebes que cercan las viejas pomaradas, en guaridas y pozas, establos y regatos. Regreso hacia el hogar. Chasquea mi vacío a cada paso.

(La Nueva España, 14-03-2012)



Invierno en primavera

Sombríos días. Eran como el otoño a inicios del verano, como un invierno injusto en vez de primavera. Como un oscurecer a plena luz. El verde se apagaba durante muchas horas y la humedad entraba por patios y jardines, inundando las capas de la naturaleza. Era como otro día distinto a media tarde, como otra tarde extraña de terrible pereza entre las flores jóvenes, las brotes casi a punto y el silbo de los pájaros. Nosotros los sabíamos siempre muy de antemano, observando la mar y el color de unas nubes verticales y densas. Invierno en primavera, preludio de un verano entero entre la bruma.

Cuando venía la trona y nada era posible más que dormir la siesta, las casas silenciaban después de la comida y allegaban ventanas y cerraban las puertas y entonces me cegaba una angustia gigante, me entraba aquella fiebre que a veces me invadía al pensar en la escuela. Era como una estancia en el hastío, como un lento transcurso en una sala enferma. Orvallaba y estallaban los truenos furibundos y se oía el chasquido de los charcos cruzados por los carros que regresaban, chorreantes, cargados de vallico y blanda hierba. Y se pudrían los frutos que prometían los árboles y se caían los pétalos de las rosas más nuevas.

Durante nueve días, cada tarde más tarde, se repetían relámpagos, chubascos y condena. La negrura asomaba su lentitud altiva y avanzaba tapando la inmensidad del cielo. Era como una sombra poderosa en mitad de una época hermosa de la vida. Los arbustos quedaban parrados por el agua y con el agua olía el calor de la tierra, como a humo muy viejo, como a alas de niebla. Y enmudecían los grillos primeros que ensayaban y se llenaba el mundo de tardos caracoles y salían los sapos a morir aplastados a lo largo y lo ancho de cualquier carretera.

Durante nueve tardes los rayos temerosos y el ruego a santa Bárbara, al pie de la cocina, con hojas de laurel quemadas en la chapa y la voz temblorosa de las tías abuelas: ora pro nobis…, que en el cielo estás escrita…, con papel y agua bendita..., amén. Era como un continuo ocaso, como un miedo constante, como una amenaza de cara a la niñez. Como una metáfora que barruntara ya: esto es nada, verás lo que te aguarda, aguarda lo que espera.

Escampaba después de mucho rato, a la hora de la cena. Los plomos se fundían casi siempre y mi padre cambiaba unos hilos de cobre chamuscados, lamentando que apenas veía ya de cerca. Era como un invierno muy ingrato a la entrada impaciente de nuestra adolescencia. Como una sensación de estar acorralados, hundidos en una noche extraña, en un exilio largo, en una luctuosa temporada a principios de aquellas primaveras.

(La Voz de Asturias, 3-03-2012)




Falsa primavera
Coleccionista de materias muy frágiles
Cuando llega este tiempo de falsa primavera y un petirrojo viene cada mañana a verme, cuando brotan de pronto los árboles del parque y marzo apunta ya con sus balas de savia y es invierno pero hay una brisa muy nueva y una limpia tristeza en la luz muy reciente, la vida espolvorea aromas entrañables, colores muy cercanos, instantes como sed que mana y apetece y se escuchan recreos con gritos de los niños y se llenan los bancos de amor adolescente.

Cuando rompe el calor sus urnas y se expande, recuerdo emocionantes incursiones campestres: los prados comenzaban a poblarse de mayas y de eléboros y nos gustaba mucho echarnos a rodar, por más que nos reñían por mancharnos la ropa con el jugo del verde. Nos gustaba buscar los grillos prematuros y brillantes insectos y descubrir toperas por entre el tierno césped. Y adivinar en dónde anidarían las pegas y dónde esconderían las gatas sus camadas, en qué hueco del muro o en qué sebe. Nos gustaba encontrar camisas de culebras, charcos con renacuajos nerviosos y tritones; y plantas diminutas de las fresas silvestres.

Cuando veo los narcisos en las veredas húmedas y escucho el discurrir de alguna fuente. Cuando por los caminos las prímulas motean el paisaje con su dorado joven y raudas lagartijas escapan de mis pies y el aire duele, me acerco a los lejanos dominios de mí mismo, a las surcadas rutas imposibles, a queridos espacios de espinos y bardales, higueras y laureles. Me asomo a las afueras de lo que soy ahora y corro cuesta abajo con los brazos abiertos, persigo una cometa con forma de serpiente. O bajo hasta la mar y atrapo por las pozas diminutas quisquillas, conchas muy desgastadas, esqueletos de peces.

Cuando arriba el buen tiempo y observo el cielo nítido y las tardes son lentas y radiantes y enrojece con más calma el poniente. Cuando los pueblos huelen a merienda de madre y al jabón de la ropa y padre que regresa con cansancio a la espalda y el horizonte acopia el soplo del nordeste, son más míos que nunca el canto de los gallos, las gaviotas, las olas, y el tallo del silencio y sus esquejes. Me pertenecen menos las cosas de este mundo, pero soy más un poco aquello de otras veces: soy un coleccionista de materias muy frágiles, un cazador furtivo de imágenes endebles.

(La Nueva España, 29-02-2012)



Pertinaz pasado
Momentos en que retumba el obstinado martilleo del tiempo pretérito



Aquellos años vienen a veces en los pájaros, en los mirlos que bullen entre la sebe espesa, en la indefensa urraca que reaviva los bosques. O en estas mañanas en que amenaza nieve. O en los árboles viejos, desnudos como el mundo, o en los cables que llevan la luz a las aldeas. Llegan en el olor de alguna cuadra en pie, donde aún mugen vacas y se ordeña la leche. En el pitido huérfano de un panadero que anda de pueblo en pueblo. O sobre el limonero rodeado de plástico. Y el carretillo quiero junto a un bidón con agua o inestables estacas de rediles y establos y otros tenderetes.

O nos asaltan lánguidos desde los ventanales de una fábrica en ruinas, desde los castilletes de una mina parada o un tendal en el huerto donde baten, blanquísimos, sábanas y manteles. O surgen del aliento humilde de la sopa exquisita, de una cena que impregna las cocinas de aromas muy antiguos y sanos. Del perejil que aún no ha desparecido enraizado al muro o de lentas rodadas que recuerdan el carro tirado por los bueyes. Aparecen de pronto, al abrir los armarios, enganchados a un traje de los antepasados; en cualquier alacena o cofre insospechado; o en una bocanada del humo del carbón o sobre el fogonazo cuando quema el aceite.

Aquellos años quedan en nosotros prendidos como un sueño tenaz que trasciende la noche. Y de pronto una tarde, al cruzar un paisaje, te acomete el murmullo de una escondida fuente. Y escuchas cómo lavan las madres nuestras prendas, con ateridas manos y grasientos jabones, y restriegan y aclaran, presionan y retuercen. Al entrar en el fresco de alguna iglesia sola, la cera te aproxima a las sombras frecuentes de las noches de invierno, cuando la luz se iba y volaban las tejas y rugía la voz de la intemperie. O al pisar sobre un charco helado de febrero y sentir cómo cruje la intacta transparencia del agua detenida. Quedan cogidos a nosotros como una criatura que teme separarse y disolverse.

Y se hace imposible desasirse del todo de su rastro impreciso. Porque aún somos bastante de aquello que hemos sido. Somos lo mismo siempre, desde siempre y por siempre: algún miedo crecido, algún instinto oculto, algún trayecto a medias. Pero siempre lo mismo: pasado de pasado, pasado de futuro, prejuicio de pretérito en presente.

(La Nueva España, 15-02-2012)


Amén
Catálogo de buenas y peregrinas razones para rezar



Había que rezar todas las noches. Rezando pasé más de media vida. Miles de «padresnuestros» a la semana, cientos de salves, credos y «avesmarías». Rezando entraba siempre en las iglesias, cuyas frías paredes me hacían cárceles y pozos, y rezando quedaba luego siempre, al salir, pecador, de cualquier confesión tras aquellas funestas celosías. Unos días por haberme explorado tanto el cuerpo y haberme tanteado, otras tardes por haber escondido el tabaco y la mecha detrás del paragüero de la sacristía. Un domingo por llegar tarde a mi deber de hacer de monaguillo o robar cuatro hostias de la bolsa que había con muchísimas. Otro lunes por no dar buenas tardes al cura ni a los guardias o por ser un mirón en la hora del recreo y espiar en el baño de las crías.

Recé noches enteras para espantar la guerra, pues los mayores estaban convencidos de que pronto vendría y arrasaría con todos y con todo y el mundo acabaría. Para que no se repitiera aquel diluvio que traía el catecismo y que salía en los cromos y en las enciclopedias y en los largos dictados de La Biblia, con una barca en medio del océano que cubría la tierra y un árbol casi hundido y rayos en el cielo y unas tristes jirafas que embarcaban y una ola gigante que rugía. Para que no parara ningún coche, en el trayecto a casa, y no me secuestraran o chuparan la sangre o me enterraran vivo en cualquier bocamina. Recé por si las moscas, por si por la mañana el maestro iba a estar de mala uva y sacarme a sumar a la pizarra o hacer una raíz o una división muy retorcida. Recé para evitarlo, para que al despertarme hubiera una nevada que impidiera salir, para que me dolieran la pierna o el estómago un poco de mentira.

Recé para que dios no llamara a los míos y me dejara huérfano como a todos los niños de todas las películas. Y para que los vándalos que empezaban entonces a explosionar los coches y matar a la gente quedaran en la cárcel, esposados y solos, comiendo pan y hormigas. Recé por el verdín en el pantalón nuevo, punteras de paraguas y botas descosidas. Y para que una vez, al menos una, me tocara algún premio en los chicles de «Koyak» o un «Tigretón» gratis o ganara jugando a las canicas. Recé, -perdón-, recé más que un coro de curas y muchas hermanitas. 

(La Nueva España, 1-02-2012)




El rostro del frío
Panorámica del invierno: notas de un viaje a primeros de diciembre.




Parece que ni un ser habitara la tierra, más que una bandada de gansos que ahora vuela y desprende cadencias de una partitura. Los caminos se pierden por entre el rocío. Y un silo allá a lo lejos levanta la vista. Árboles muy solos bordean el río. Sobresale el cuello de una vieja iglesia. Y en las nubes bajas que tapan el día percibe el invierno el canto de un mirlo. No se ve horizonte por la luz tan débil. Y en el corto espacio que alcanzan mis ojos presiento en los charcos la piel de la lluvia.

En la carretera, bidones que esperan al puntual lechero. Y frutales secos como un abandono sin señas de brotes ni rastro de frutas. Y cunetas llenas de limo y papeles. Y unas serpentinas de pasadas fiestas y algún trapo roto que ciega y tapona las alcantarillas. Y zarzas heridas, quemadas y mustias. Y un señor que sube a un coche de línea. Y una furgoneta que esparce alborada. Y una verja rota donde cuelga un plástico y estacas y postes y el arco antiquísimo de dos herraduras.

Mañana y diciembre. De nuevo me voy y viajo conmigo. Quizá debería quedarme en mi sitio, resolver mis dudas. Huyo de mis miedos, cobarde y humano. Me dirijo a un sitio, sin saber adónde. Observo las casas cerradas y quedas, los pueblos de adobe, desiertos y a oscuras. Observo el espacio que sobra en el mundo, las lomas vencidas, paisaje sin fin; el terreno estéril que nadie cultiva, las haciendas nobles que ya nadie ocupa. Observo cansancio, distancia en mis manos. Y un peso en mis párpados y una languidez que casi me anulan. Observo y no noto contornos ni sombras. Jamás lo pensé. Sólo atisbo el rostro del frío a mi lado. Y restos de otoño con sus hojas últimas. Voy a no sé cuándo. A ver si hay regreso. Parece que nada ni nadie madruga.

Humean las cuadras y las chimeneas y la voz de un niño que camina a la escuela y admira y señala el aliento limpio que su boca expulsa. Humean los hilos de agua que arroyan de todos los techos y un rebaño que anda por la amanecida. Humean el estiércol que alguien va apilando y la plena ausencia de temperatura. Parecen mentira las praderas yermas y el ganado quieto y el cielo y el clima. Parece la tierra más sola que nunca.

(La Nueva España, 4-01-2012)



Noches buenas y viejas
Remembranza de las celebraciones navideñas de antaño, llenas de emoción



Lo que más nos movía y nos entusiasmaba, como siempre sucede, era el tiempo de espera, la ilusión prematura, las calles con las luces de las grandes ciudades, los anuncios con pinos, trineos y nevadas. Lo que más, era el halo de bondad que brillaba en la luz de los días más breves de la vida, el frío que incitaba a estar en torno al fuego, el aroma a cariño y a paz y espumillón y nueces melancólicas que inundaba la casa.

Y también arrancar al almanaque antiguo sus últimas jornadas y colgar uno nuevo en la pared, debajo de la radio, con retratos de gatos en un cesto o la imagen de un santo o una virgen que derramaba lágrimas. Pegar en los cristales recortes de revistas: hojas verdes de acebos, estrellas y tambores, siluetas de montañas. Y encender pronto el árbol, aunque gastara luz, repleto de postales y motas de algodón y cantar villancicos, en vez de hacer deberes, desde por la mañana, aquel de aquellos peces que bebían en el río y el del chiquirritín, chiquirriquitín, queridito del alma y el del rín, rín, yo me remendaba, yo me remendé, aquellos de Belén y ángeles y campanas.

Y ver sobre la mesa tantas cosas tan ricas, sopas de ajo con pan duro y con claras; algún pez grande al horno, pescado por mi padre; un poco de jamón y algún fiambre y queso; compota hecha de pera, higos pasos, manzanas. Y partir el turrón, tan gordo y tan sabroso, con martillo y cuchillo. Y comer mazapanes que llegaban de Soto y espesos polvorones de aquellas grandes cajas. Y saborear la dicha de estar juntos y alegres (aunque fuera mentira, parecíamos siempre más contentos que nunca), y escuchar a Juanita, que cantaba las coplas de allá de Puerto Lápice, con zambomba y con palmas.

Y soñar que aún quedaban muchos días de fiesta y noches espaciosas de ir muy tarde a la cama. Y aguardar por los Reyes que aún estaban lejanos, cuyo perfil veíamos en cualquier sombra o nube, en cualquier astro claro del cielo inalcanzable, en cualquier rama seca con corona de muérdago. Y echar en los buzones los deseos imposibles escritos con remite en inocentes cartas. Y esperar. Lo que más nos gustaba, como ocurre a los hombres, era el preámbulo intenso, la agitación del antes, la ensoñación, la dicha de lo previo o lo núbil, la emoción imprecisa de la propia esperanza.

(La Nueva España, 21-12-2011)




Apetito de ser

El afán incesante por superar obstáculos



Todo quiere vivir y estar presente. Todo asoma al asombro de ser instante a instante, al apetito inmenso de superar obstáculos. El mirlo que me observa entre el puro rocío de la mañana, el árbol que diviso y ha perdido las hojas, la sombra que me sigue a donde quiera que huyo, por donde voy o paso. Todo encierra deseos de perpetuar su estirpe, la dinastía del humo, las hiedras que galopan por las tapias del tiempo, el frío que se adentra en las casas sin nadie, las rosas que florecen en la tez del invierno, las chispas que salpican la noche desde un astro. Permanecer aquí, ampliarse en el tiempo, existir como sea, por encima de todo, alargar su apariencia, dilatar sus fronteras, envejecer despacio.


Todo busca seguir en esta incierta estancia, aplazar su caída y su decrepitud, prolongar cualquier época, perdurar como un río de anchurosos remansos, resistir como un mástil frente a viento y borrasca. Todo ansía llegar a no se sabe dónde, atravesar planicies, coronar los montículos, desembocar muy tarde en no se sabe cuándo, aumentar sus jornadas, agrandar su espesura milenaria y copuda, desplegar su ramaje a lo largo y lo alto. Todo aspira a ser parte de esta actualidad tan fortuita y yerma, a insistir en su alzada, mantenerse en su plante, a escapar de la herrumbre, a evitar la carcoma, a preservase, lejos del dolor y la sangre, del cáncer o el disparo.

Todo pugna y suspira por brotar con vigor, por crecer con arresto y elevar su prestancia, por renovar su imagen y amparar su entusiasmo. Todo intenta guardar equilibrio en sus hilos de ser humano o frágil, impalpable o patente, silvestre o deletéreo. Esparcir su simiente, eternizar su nombre, dignificar su esencia, propagar sus vilanos. Todo persigue más y más continuación, más fulgor en su hechura, más juventud vigente. Todo implora tardanza, demora en su unidad, indulto en su firmeza, amnistía en su tránsito. Todo, constancia y entereza, por temor y por avidez, por ego y prepotencia, por despotismo o atraco.

Todo apetece luz y libertad y holgura. Todo reclama treguas, prosperidad y cifras, origen y tesón, consagración y espacio. Nada quiere apagarse de repente y por siempre, sucumbir como un corzo, indefenso y precoz, que cruzaba el otoño, cerrarse como un libro maldito o inacabado. Todo proyecta un más allá después del difuso horizonte, del ahora, del mañana lejano. Nada quiere morir. Nadie quiere morir. Siempre es pronto y temprano.

(La Nueva España, 7-12-2011)


Umbral de diciembre
Deseos que brotan al filo del último mes del año




Quiero que vengas, madre mía, tú, a encenderme el umbral de este diciembre. Quiero que seas tú, con tus rasgos de luz, la que alumbre en las velas y en los limpios destellos mañaneros de la flor de la nieve. Que vengas tú a curarme la tos con tu resguardo, a librarme del frío de estas fechas vacías, a abrazarme detrás de una ventana mientras arde el silencio de la casa y el invierno ruge con su furia y fuera llueve. Aunque de nuevo me den miedo el relámpago y las tejas que rompen y los cables que aúllan y el chispazo imprevisto de los plomos y el gorjeo de la leche mientras hierve. 

Que me dobles el borde de las sábanas y tantees la humedad que arroya en las paredes y recemos un poco en voz muy baja el padrenuestro antiguo, el que tú me enseñaste, y enrolles a mis pies la toalla y la botella, el papel de periódico y el ladrillo caliente. Y me pliegues la noche con la paz de tus fábulas y me pases, despacio, las páginas del sueño. Que me hables de aquellos años tuyos por los prados de Viodo en primavera y me mires dormir y me desees descanso y apagues mis zozobras y me beses la frente. 

Y pongas tú en la mesa las cenas abundantes, los dulces escogidos, las frutas escarchadas y el tacto en los manteles. Quiero que vengas tú. Quiero que bajes tú desde la antigüedad de un villancico. Que surjas de entre el musgo, de un río o de una senda que cruzan los belenes. Que resurjas del irreal perfume de un palacio elevado, de la hondura de los pozos de agua, de un desierto imposible, del temple y la quietud de algún pesebre. 

Ven y hazlo posible. Dibújanos el pino que te gusta. Amarra a esta nostalgia cascabeles. Escríbenos deseos y pámpanos y hojas de limón en los cristales gélidos del siempre. Caliéntanos las manos con cáscaras de fe. Ven, colócanos encima de la cama regalos y sorpresas. Haznos creer que resoplan muy cerca los camellos, que llaman a la puerta los pajes de los Reyes. Suelta la eternidad, abandona la estrella, cuando giren el mundo o la nada o el humo y mires hacia abajo y atisbes estos brazos, deja la inmensidad, desmóntate, detente. Quiero que vengas, madre mía, tú, a iluminar las bóvedas de este mustio diciembre.

 (La Nueva España, 24-11-2011)


Tiempo de narvaso
Época de pomaradas mustias y de noches desiertas y extendidas

(AGO. Nubes y ocaso. Noviembre 2010)

Es tiempo de narvaso y de garduñas. De nieve en los picachos prominentes. Y de jerséis de lana hechos en casa. Es época de pomaradas mustias y de noches desiertas y extendidas. De confiados raitanes que gorjean en busca de algún fruto y gorriones que añoran el verano y la grana. De abedules y pláganos que incendian el paisaje; de rubor de cerezos y guindales silvestres; de olor a tendejones y a esfoyaza. A desayuno, a pan sincero, a silabario. Y de humo de borrón entre la húmeda faz de la mañana. 

Son días de una luz muy verdadera, definitiva y limpia, en el perfil del mundo y en la grandeza azul de las montañas. De una nitidez inusitada en la infecta rutina que nos engulle inexorablemente, en la voraz rutina en la que nadie apenas se detiene ya ante nada. De unos cielos muy altos, con brillantes estrellas, que nos asoman a nuestra finitud. Días que llegan como ya terminados, extrañamente untados en desidia y galbana. Y apetecen el calor del fuego más que nunca y la complicidad de unos visillos. Y el rumor del cariño a nuestro lado. Y el silencio encendido en las horas oscuras y sus lentas estancias. Se nos antojan más las costumbres perdidas, los sabores añejos, los recodos tranquilos, los seres que nos faltan. 

Éstas son fechas aptas para acercarse a los recintos del pasado y adentrarse en los preludios del invierno y en las vigas antiguas y el vaho de sus cuadras. Y apropiarse de un cántaro de leche y cenar unos higos con pan blando y buscar en un cuarto algún resquicio inmune de la vida, alguna muestra viva de los muertos, de los años hermosos de la infancia. Y abrir viejos baúles, olvidados al pie de un lecho solo, tantear en los armarios los trajes y las felpas, el jabón y los lienzos, chocar con el perfume a romero y manzana. 

Son momentos de levantarse pronto, muy temprano, y atrapar ese albor que jamás volveremos a asumir desde ningún lugar ni desde esta ventana. De caminar sin rumbo, bosque arriba, por entre la quietud de la resignación, por entre los nogales derrotados, por entre los helechos ya vencidos y los quitameriendas pertinaces, por entre la agonía de las zarzas. Instantes más mortales que otras veces, porque traen caducidad y límites, separación muy firme del sol y las cigüeñas, de pétalos y ramas.

(La Nueva España, 9-11-2011)




Por los siglos de los siglos
Por la serenidad y el eterno descanso de todos los que nos han dejado.


(AGO. Bañugues. 30-7-2010)


Que descanséis tanto como de aquí al cielo y en vuestra quietud de muerte aún existan campos donde siga goteando el rocío, fuentes que os provean del frescor del agua, árboles del pan, mañanas de luz y pájaros jóvenes, noches con estrellas y posibles sueños. Que escuchéis los pasos de la madrugada y los carruajes de nuestros recuerdos y la sensación de que estáis dormidos en suelo de casa. Y que aunque tengáis los ojos cerrados, para no mirar la tierra que os cubre, percibáis la bruma que, al rayar el día, esparce la paz por los cementerios. 

No quede en vosotros desde que os fuisteis un mínimo efecto de pena o fatiga, de hastío o nostalgia. Que no hayáis sufrido, igual que nosotros, el dolor del tránsito ni la infinitud de tanta distancia ni el desolador momento del fin ni este cotidiano echaros de menos. Que en la cal arcaica de las sepulturas conozcáis los muros altos de la infancia y en las flores tiernas que estas fechas traen recibáis aromas de verano y huerto. 

Que os sean leves los años cansados y las estaciones desesperanzadas y los meses húmedos y lentos de otoño y el granizo ingrato que arroja el invierno. Que no os hiera el éter que conforma el alma ni os punce el cirro en que sois inscritos ni duela el vacío como duele el cuerpo. Y que os sea lícito cambiar de postura ya sea en las urnas o, dentro, en la caja y notéis alivio sobre la ceniza o resurrección por entre los huesos. 

Y que no esperéis nada que os genere turbación o ansias allá por lo efímero o allá por lo eterno. Que bajo las cruces y en torno a las lápidas sobrevuelen siempre voces conocidas, tactos muy queridos, horas afectuosas, miradas muy cálidas, crisantemos íntimos, murmullos domésticos. Que no falten nunca fragancia a claveles, suavidad de sábanas que os aminoren el sabor a iglesia, el dulzor de cirio, el eco a difunto, el ambiente a incienso. 

Que descanséis siempre. Que nadie ni nada altere el silencio de vuestras estancias. Y que por los siglos de los siglos sea. Ya que ha sido así, que así siga siendo. Que nadie ni nada trastoque la muerte ni enturbie la calma. Que sería muy cruel ver cómo perdéis la salud de nuevo. Sería muy triste presentir que entráis otra vez en otra baldía batalla. Sería terrible ver cómo morís, cómo nos marcháis cada cierto tiempo.

(La Nueva España, 26-10-2011)



A un lado del camino
Poco nos hacía falta entonces para pasar el día jugando en medio del camino.

Foto: Camino de Segareo, AGO, 2010.

A un lado del camino estaban nuestras casas. Y el camino llevaba a todas partes. A la mar, hasta el Faro, a Luanco, hasta Candás, a Viodo, al fin del mundo. Todas las direcciones al lado del camino: una extensión de tierra aún sin asfalto, con baches y bardales y un poste de la luz, para avisos y esquelas, que servía, asimismo, de parada. Todas las distracciones en una carretera que nos entretenía las horas del domingo, contando forasteros que iban y venían, observando los coches inmensos y modernos: Dodge Dar y «Seiscientos», Simca 1.000; diciéndoles adiós a excursiones de monjas y personas mayores, o mirando tan sólo a ver si alguien pasaba. 
                          
En medio de un camino que apenas transitaban más que la tarde lenta o las hojas de octubre o los gatos, sin prisa, colocábamos límites con botes o con piedras o con trozos de tiza pintábamos las rayas, e invertíamos tardes enteras jugando al escondite o a indios y vaqueros o a la gallina ciega o al potro o a la maza. Era un tiempo feliz, sin reloj ni pesares, en medio de un camino, donde tan pronto estábamos rescatando al contrario como lanzándole una pelota envenenada. Unos días tranquilos en los que amontonábamos las trencas en el suelo y nadie interrumpía nuestra expansión sencilla: una partida al gua, otra al roma, otra al pañuelo por detrás, otra a la queda, una competición de caracoles o un corro a la patata. 

A un lado del camino recogíamos moras, descubríamos nidos, cazábamos insectos o nos entusiasmaban las grandes telarañas. 

Allí, con casi nada, lo inventábamos todo: sobre cajas de fruta o con algún cartón, levantábamos tiendas y vendíamos colillas, cacharros, pimentón de ladrillo y teja machacados, herramientas ya viejas o verduras prestadas. Usábamos señales como diana certera de nuestros tirachinas, trazábamos «cascayos» con casillas y números, escribíamos nombres con cachos de escayola, nos tirábamos flechas a los jerséis de lana. 

En medio del camino pasamos media vida. Hacíamos carreras, andábamos con zancos, montábamos en bici, corríamos tras el aro, gastábamos los sábados desde por la mañana. Comíamos la merienda, construíamos cocheras en montones de arena, subíamos a los muros en que no había cristales, buscábamos regatos, desviábamos el agua. Cruzábamos los tubos de las alcantarillas, trepábamos a higueras, amasábamos barro o perdíamos el tiempo pescando de mentira, con un hilo amarrado en cualquier caña. En medio del camino, entera nuestra infancia.

(La Nueva España, 12-10-2011)



Madrugadas de octubre



Estas mañanas de otoño, de lo que permanece del otoño, en poco se parecen a las que yo he vivido. En nada, sino en la lenta luz que traspasa los setos y hace fulgir las gotas del rocío que porfía. En nada más que en esa ‘ocritud’ que invade pusilánime las copas de los álamos y los castaños. En nada a no ser en la impalpable presencia de algo muy semejante a una desbandada, a un final desiderable y tardo. A no ser en las pláticas de los ‘raitanes’ que se posan aún en los cables de octubre y escucho todavía como un a ser diminuto que avista un gran milagro. Excepto en los ovillos de niebla que destilan, a lo lejos, las aldeas que bullen y madrugan.

Estas mañanas de otoño en las que me levanto con cierta hipocondría y ya desde muy pronto me siento un ente solo en medio de la tierra, al borde de unas horas, me obligan a pensar que sólo persevera intacto y puramente lo que el hombre no toca, lo que ignora y desprecia por impotencia acaso; aquello que adivina que no alcanza y relega y olvida para siempre con desprecio de humano. No más que las exactitudes libres e incorruptibles, los incorpóreos atlas de la luz, la voluntad del sueño, las aspas del ciclón o el ímpetu del fuego.

Estas mañanas de otoño me confunden. Una acidez extraña me despierta a menudo y algo deshoja en mí, algo se hunde muy cerca de mi respiración, justo donde reciclan el corazón y el vértigo. Y, como el niño que era, vislumbro que me aplastan la oscuridad y el peso. Que me sellan los ojos con angustia a destajo, que me obstruyen la boca con un chorro de espanto. Que una fiebre exaltada me aminora, hasta el punto de ver cómo me escurro entre mis propios dedos y me escucho filtrar con la fútil finura de un hilo de ceniza.

Estas mañanas son un indicio certero: nunca descifraremos lo que dicen los pájaros cuando surcan el aire, ajenos a nosotros, tenacidad arriba, como rumbo a un destino -qué distintos al hombre que se mata y los mata- muy querido. Nunca lo que chispea altísimo, entre los astros, en estos amplios cielos de noches tan templadas. Jamás por qué siguen surgiendo los ríos y las fuentes con transparencia sólida; por qué no se han tragado tras tanta tropelía; por qué nos son tan útiles aún con su frescura. O por qué en un deshielo de coraje no bajan y revientan el mundo.

En poco se parecen a octubre estas mañanas, mas son mañanas frágiles y saben a corteza de humo campesino, a convicción rural, a incertidumbre en rama y de esta voz de liquen han caído estas hifas sin valor ni sustancia.

(La Voz de Asturias, 8 octubre 2011)



Tiempo de velorios
Las honras fúnebres en el trimestre más lúgubre del año.

(AGO. Viodo. 1-8-2010)


Es tiempo de velorios. Aunque no sea más que en mi memoria, es época de noches duraderas y frías. Desprende la lavanda sus últimos suspiros. Alguien parte a lo lejos cañas de un eucalipto. Alguien recoge ropa de un tendal amarrado de un cerezo a una viga. Oscurece de pronto. Se dilata el silencio por entre las callejas. Se propaga un aroma a cebolla y patatas. Tras las contraventanas se encienden las bombillas. 

Dicen que esta estación tumba de siempre a muchos. Que este aire enloquece y las personas frágiles decaen y se suicidan. Aunque no sea más que en mis recuerdos, es un trimestre lúgubre: siempre voy con mi tía a la casa del muerto. Me dan pavor las cruces, los crespones, la mesa del umbral donde estampan la firma. Me aterroriza el cuarto donde descansa el féretro, su madera tallada y el cristal que hay encima. Me espantan el somier, la cama desarmada, la baldosa encerada, el armario apartado, la mesita. Me asustan el crucifijo rígido, el siseo del rosario, el perfume a corona, a traje, a neftalina. Me dan miedo los llantos que se escuchan a ratos cuando llegan amigos o gentes muy queridas. 

Intento hacerme el fuerte. Me quedo en el pasillo con los hombres que hablan del ganado y la tierra. Cuando puedo me acerco hasta la estancia donde duerme la caja y esa luz tan difunta de velas que crepitan. Miro por la rendija de la puerta entreabierta. Un gigante respingo me recorre la carne. La viuda llora tanto que a veces se desmaya. Piden agua de azahar. Y le frotan el pecho con alcohol de romero. Le ponen en la frente paños y la reaniman. 

Pasan con café negro y copas de coñac y vino de Sansón. Nos ofrecen rosquillas. Cada vez llegan más. Y a la entrada repiten «mi más sentido pésame, qué pérdida más grande. Te acompaño en el?». Es como un estribillo, como una letanía. Son casi ya las dos de la mañana. Han contado unas cosas de desaparecidos, que a ver quién llega a casa. Han hablado de historias tan horribles, que a ver quién es capaz de no tener ahora pesadillas. No sé por qué me llaman los velorios. Si el pánico es tan grande, no sé por qué pregunto, cuando nadie me lleva, si lloraban a gritos o el cadáver estaba muy pálido y deforme. No entiendo: me espeluzna la muerte y mirarla me chifla.

(Diario La Nueva España, 27-9-2011)




Septiembre
De nuevo la pizarra y los lápices y las gomas de nata


(AGO. Cae la tarde. 2011)

Algo oculta septiembre que descamina el tiempo y desparrama luz de forma muy distinta. Algo que se divisa como un silencio errante, como una exactitud desorbitada, como una perfección propensa a evocaciones, como una claridad arrepentida. Es como si la muerte bullera más que siempre, viviera más que nunca, pero con un latido que transfiere sosiego, con una consonancia que no da la impresión de ser una agonía. 

Y los cólquicos brotan con timidez rosácea entre el musgo sombrío; y el maíz se doblega en la tierra que estría. No se escuchan apenas indicios de quebranto ni de caducidad. Pero una brisa acre se apodera del bosque, un traslucido peso envejece el paisaje. Cruzan cuervos muy solos y un eco de extrañeza reverbera en las cimas. Es septiembre a galope. Es preámbulo de otoño tanto nogal bruñido, tanto helecho quebrado, tantas moras marchitas.

Huele a humo y recuerdo el campo a media tarde y a manzanas maduras y a abreviación del día. Caen pétalos sueltos, inesperados, verdes, bajan como metáforas leves e inexorables. Secan las avellanas por el suelo, y las nueces. Y mientras nada mueve la quietud del instante, salta con precaución una nerviosa ardilla. Hay erizos aún jóvenes caídos en las veras y unas bayas de espino y una mata de orégano y un fangal donde crecen altos juncos y ortigas. Es septiembre, lo gritan los cerezos que sacan sus copas ya con púrpura. Lo admiten los rebaños que repasan el césped. Lo anuncian, sosegadas, sus esquilas.

Septiembre. ¡Qué escaso ha sido el lapso de estos meses! Sobrevive algún cardo y alguna rama tierna de la alta buganvilla. Permanece algún rastro de albor en las hortensias y en las viejas macetas donde ya las verbenas se extinguieron, mas resiste el candor de agapantos tardíos y clavelinas. Septiembre. ¡Qué sensación certera de haber estado bajo este mismo cielo, de haberme detenido aquí, bajo este mismo alero del que ya parten al sur las golondrinas! ¡Qué deseos de abrir los ojos y reencontrarme allí, en la casa de entonces, a punto de salir para la escuela, con la cartera en mano, mis compases flamantes y mi saca de tela con canicas!


(La Nueva España, 15-9-2011)




Últimos días con veraneantes
La despedida de los visitantes estivales


Foto:  Playa de Bañugues, El camino real.

Dicen que van a llevarnos a la ciudad un día. Y que iremos a un restaurante bueno, donde comes de todo. Que tienen ascensor como el piso al que voy con mi madre a los Rayos, de esos como una jaula con la puerta de hierro y poleas y cables (ella se ahora sólo con pensar que quedamos colgados y encerrados y solos). Siempre dicen lo mismo cuando termina agosto. Siempre escriben su calle y el número de puerta y prometen volver antes de navidades. Siempre, pero seguramente ya nunca más vendrán como los de otros años y otros y otros.


Lo que más pena da es mirar los caminos por donde caminábamos y hacíamos las hogueras y encontrar en el suelo el hollín ya borrándose, sin apenas rescoldos. Lo que más entristece es la mar tan vacía, sin pandillas gritando ni familias comiendo, y esta luz que se apaga cada día más pronto. Lo que menos me gusta es verlos recoger su casa de verano y llenar las maletas con las toallas bajadas y desarmar las bicis y cargarlo en el coche y amontonarlo todo. Lo que nada me agrada es sentir el invierno, que es tan largo y tan duro, y me trae catarros y muchos sabañones y me huele penuria y a abandono.


Dicen que estudie mucho para el curso nuevo también lo apruebe todo. Y me dejan un libro con los nombres de pájaros que escucho a todas horas y un folleto de faros y tebeos, revistas y un montón de periódicos. Me juran que sus hijos me enviarán postales y que de vez en cuando llamarán por teléfono. Y eso sé que es mentira, porque aquí no hay teléfono más que en casa de Julia, en la panadería, y tendrían que llamar y pedir que me avisen y volver a llamarme y eso sé que es un rollo. Tal vez nunca me llamen, igual que los de otros veranos y otros y otros. 


Intentan convencerme de que un año no es nada, de que un año es muy corto. Pero a mí me parece que aquí un año es eterno, con el viento soplando a toda mecha y esas noches terribles con truenos que iluminan la pared de los cuartos y nos funden los plomos. Es tan fácil decirlo? Lo que más pena da es ir a despedirlos y observar cómo marchan con la ropa apilada sobre las ventanillas, las gafas de buceo, las aletas, el gorro?

(La Nueva España,1-9-2011)




Más allá de este instante
Nuestra posesión más palpable: lo que cabe en el ahora y en el hoy.



En seguida acabará este instante en el que siento que la vida está plena. En seguida dejaré de existir -si en algo contribuyo- en esta misma tarde, asomado a la brisa, entre el ancho del cielo y sopor de la siesta. Cada tiempo, lo pienso: tal vez después de ahora, no haya más que una brusca sensación de vacío, un tránsito a la noche desde cada mañana, una continuidad hacia la inexorable desazón de la inercia. En muchas ocasiones lo percibo y me arrogo: todo es propio, acapáralo; todo esto que distingues es más posiblemente que cualquier utensilio o cualquier otra forma provista de materia.

Todo está en este instante en que brilla el verano y nadie más que un gato cruza la carretera. Todo desde este aquí, hasta que quiebren estos rayos de sol que entran por los perales, sin más finalidad que endulzar los sanjuanes y madurar las peras. Obsérvalo y empápate de su actualidad breve, rememora sus trazos, reconoce que es mucho más que siempre este ya que está acaeciendo, que es mucho más que tú su intangible grandeza. Absórbelo e intenta retener en los brazos el peso de este día, la piel de este vilano que marcha a la deriva. Muy pronto no quedarán vestigios, sólo ascuas acaso, o negación o ausencia.

Aprópiate de lo que alcanza el viso de tus ojos, de este rosal tan quieto, del tronco que lo alza, del perro que te mira con amor y extrañeza. Respira la dimensión que posa en un segundo: agosto una vez más; nada distinto a agosto, pero nada que pueda predecirse, ningún árbol igual; las mismas, pero más otras, las hortensias; una gaviota gira el rumbo de repente, mustian los girasoles, las hormigas nerviosas van por el muro arriba, en atentas hileras. Huele a humo de hoy, a nunca más. Grita un niño a lo lejos, pasan excursionistas con mochilas cargadas y en un prado recortan la hierba las ovejas. 

Inhala esta existencia, su duración escasa, su tenue superficie. Vuelan las golondrinas muy bajo, son las cinco, es probable que llueva. Es una suerte grande estar aquí, saludable y mortal, esperando algo aún, mas sin saber muy bien por quién o qué se espera. Inspira esta verdad: comienzo aquí, y termino; más allá de este instante, más allá de esta única acotada extensión, más allá de este ahora y su certeza, nada nos corresponde. Perplejidad, acaso, riesgo de perecer o de prolongación, sencilla contingencia.

( Diario La Nueva España, 27-07-2011)




Verano es ayer siempre
En nada se parece la rapidez del hoy a la longitud de los viejos veranos.


                                        Foto: Bañugues, verano 2010. AGO.


Verano eran las sábanas batiendo entre la tarde. Su blancura teñida de calor y azulete. Eran las largas siestas en los cuartos cerrados para guardar el fresco. Verano eran las fresas cogidas de la tierra con las natas que madre guardaba de la leche. Y los tiernos arvejos trepando por las varas. Y el jugo de las moras que nos hacía bigote. Y los porrones de agua, traídos de la fuente. Y los brazos pintados con las «calcamonías». Y el bocadillo tierno de chorizo «Pamplona». Y los prados segados con bálagos y gente. Y las rutas en bici, con visera y playeros. Y las veras repletas de malvas y cicutas. Y los lentos lagartos con su añil fluorescente.

Verano era el salitre incrustado en la piel. Y aquellos forasteros con moto y sidecar que cruzaban a veces. Y aquellas diminutas quisquillas de las pozas. Y el crujir de aquel güinche que chirriaba en Llumeres. Y el olor de la goma de nuestros flotadores. Y las nuevas sombrillas con marcas de bebida. Y las toallas manchadas de galipote y verde. Y las lanchas paradas, calando allá a lo lejos. Y las nubes que surgen del rígido horizonte. Y las parejas que hablan con palabras picantes. Y el ocle que macera estancado en la arena. Y la primera vez que surcó un artilugio que decían parapente. Y la marea que sube de improviso y nos moja. Y un megáfono que entra, por algún sitio, al pueblo, y repite entre música que «el circo abre sus puertas», que «el circo es a las siete».

Verano era el sabor de la ensalada rusa. Y el membrillo con queso que nos compraba Reme. Y las pipas saladas que me «ariaban» los labios. Y el heladero de Helio, que viene los domingos y que trae unos cortes de tres ricos sabores diferentes. Y la fragancia a sidra y a avellana y a pólvora de alguna romería de algún fin de semana. Y el volador que asusta a los perros dormidos. Y la orquesta que ensaya una canción que arrastra la fuerza del nordeste. Y las noches en calma, con chicharras y estrellas y torpes vacalorias en la luz que se enciende.

Verano era otra vida, o a mí me lo parece: los días luminosos, la conciencia impecable, la ilusión sin heridas, el cuerpo floreciente. Verano es, desde entonces, como un nunca a la vista. Verano es ayer siempre: un paisaje sencillo, los maíces medrando, los padres queridísimos, el amor a la casa, las casas baldeadas, con la cal muy reciente.

(Diario La Nueva España, 30-06-2011)



Libros



Gracias, libros: he tenido en mis manos hasta lo inalcanzable, lo que soñé a menudo, lo que la luz no ofrece ni la sombra te acerca. He pasado las páginas de lo que me dejó o perdí en el camino. He anotado los símbolos que nunca dije a nadie, he glosado las líneas que no compartiría jamás de los jamases. He pisado las calles fangosas de Macondo, he tocado a la Eneida, creyéndola mujer, he estado muchas noches a la épica sombra de la esperanza lóbrega de la firme Penélope. Gracias, libros, por las revelaciones y por las contingencias.

Por mis dedos cruzaron las golondrinas lóbregas que no han de regresar, las aguas de los ríos que van a dar al mar, inexorablemente; el canto de los pájaros que añoraba ya en vida, en su Moguer del alma, allá en el huerto claro, junto aquel pozo blanco, el autor de Platero; las aspas y gigantes del molino que muele la espiga de utopías. Sin vosotros yo nunca sería este humano breve que me siento.

¿Dónde existe más mundo, dentro o fuera de vosotros? ¿A lomos del día a día, lema y limo, o en lo que, desleídos, os leemos? ¿Qué es más verdad, la vida engañadora o las veraces sílabas que conforman los versos, las fábulas, las hermosas mentiras de vuestros mudos párrafos? ¿En qué lugar más humo, menos ascuas, en las favilas longevas de los plisados pliegos o en la instantánea chispa de esta existencia que casi no encendemos?

Libros, por encima de todo, gracias. Gracias por tanta tinta muerta, por tanta vida en tinta. Gracias por vuestros sentimientos y la ‘carnegrafía’. Sin conocer apenas, así es de superficial el hombre de la tierra, he conocido a fondo la claridad de Ítaca, los vinos sabrosísimos del suelo del Vesubio, el viento de Orihuela, la soledad de Gloria, los campos de Castilla. Y en algunas estrofas, acaso quedará el nombre de mi madre, grana bendita.

(Diario La Voz de Asturias, 25-04-09).